viernes, 13 de junio de 2014

Soy prolijo (Historias de la tesis I)

Algunas personas hemos sido maldecidas, parece ser, con el don de la prolijidad: somos proclives a extendernos sin remedio en elaboradas disquisiciones a partir de cualquier argumento, por insignificante que sea, que encienda nuestra pasión de eruditos sin remedio, seguramente a la violeta, que diría José Cadalso. La cosa no pasaría de ser una característica más de nuestra personalidad, convenientemente acallada en los momentos justos por las personas que nos quieren con un sencillo "¡Cállate ya!", si no fuera porque a algunos nos ha dado por hacer estudios académicos superiores, medios o de baja realea, si se diera el caso. Y heme aquí, cual "eterno surtidor de sombra y sueño", vomitando diariamente frases y más frases que están convirtiendo lo que debería ser una tesis "sencilla" en una hidra de innumerables cabezas.

Hay que decir en mi defensa que el destino se conjuró para convencerme de lo contrario. Arturo Souto me decía que no sabía si el tema de las poetas de la generación hispanomexicana daría para una tesis, porque había poquita cosa; Federico Patán me instaba a encontrar puntos en común para no quedarme en una tesis breve y poco estructurada. Evidentemente, me preocupé, por lo que me decidí a consultar y leer TODO (y cuando digo todo me refiero al 99% de lo accesible, sin exagerar), que tuviera relación con mi tema de tesis. De ahí que mi bibliografía parezca el listín telefónico: casi quince páginas de referencias y más referencias que, a Dios pongo por testigo, aparecen en su totalidad en el texto, aunque sea en una frase perdida en una nota al pie oculta. Hasta que me vi citando una antología descatalogada de poetas mexicanas hasta el siglo XIX (¡yo, que trabajo el exilio español en México en la segunda mitad del XX!) y decidí que había que parar. "Porque un día ya no se puede más", dice en un poema Angelina Muñiz-Huberman. ¿Veis? ¿Veis lo que digo? Esto es lo que yo llamo una cita relevante, en la que evidentemente la poeta se basa en la prosa poética oral que mi madre, y antes mi abuela, instauró en la tradición popular a partir del hartazgo que les provocaba el desastre de mi habitación adolescente. Maravillosas relaciones, las que uno hace en la tesis. Ahí está el don de la prolijidad que comentaba.

Después de eso vino el comentario de los poemas. Parecía poca cosa. Parecía. Desde luego, o yo sé de más, sobre todo, cosas que a nadie le importan; o los que me decían que había poca tela que cortar me engañaban vilmente para confundirme. Porque yo resumo y resumo, juro que intento contener mis comparaciones y verbigracias, pero es que miro la página por la que voy, digamos la 87, vuelvo a mirar a los 60 minutos... ¡Y voy por la 96! ¿Qué me pasado? ¿Me ha poseído Almudena Grandes, que seguramente sufre del mismo don que yo, a juzgar por sus novelones? Así que mi trabajo es como el de un gobierno de España o de México: construyo un enorme aparato que luego tengo que desmontar a base de costosas reformas. Aunque, en mi caso, no cuesta tanto dinero, aunque sí otras cosas. Porque el trasero se me esté quedando con forma de silla.

Y lo peor es que yo lo releo y siempre me parece que faltan cosas, que no digo lo suficiente, que se podría llegar más allá. Porque el don maldito de la prolijidad va aparejado de la maldición del eterno insatisfecho. Me río yo de la insatisfacción sexual, tan cacareada por las revistas feminoides (no me resigno a llamar a ciertas revistas "femeninas") y los anuncios de Viagra, por mucho que el tal Pelé diga que sí, que se puede. El que guste sentir insatisfacción, que siga mi consejo y comience una tesis. No niego que es menos divertido, pero si pensamos en su duración, compensa. Qué duda cabe.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Soy colérico

Según la Real Academia, cólera es 'ira, enojo, enfado'. La cólera tenía una presencia importante en la mitología grecorromana, sobre todo en relación con las acciones de sus dioses: es un sentimiento que tiene una causa y que conlleva una acción magna y desproporcionada contra los destinatarios de esta ira, ya sean o no culpables de la misma. Famosa es la cólera de Démeter cuando descubre el rapto de su hija Perséfone, que retira del mundo la fecundidad de la tierra; las diversas venganzas de Hera, llevada por la ira a causa de las infidelidades de su divino esposo; o la cólera de Aquiles, que lo lleva a no luchar primero, y a enfrentarse a Héctor después. Lo que parece claro es que se define un sentimiento desmesurado de enojo que se siente por una causa definida, y en ese sentido puedo decir que acabo de sentir una cólera desproporcionada.

El motivo de una cólera de proporciones míticas es esta noticia que he leído en El País: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/09/05/actualidad/1378401232_134363.html . En ella se explica cómo el (des)gobierno de España ha llevado a cabo una campaña de difusión en prensa y radio para evitar la llamada violencia de género, titulada Hay salida. La violencia y la muerte de una mujer a manos de su pareja (o de un hombre, pero hay que admitir que hay una gran mayoría de casos sufridos por las mujeres) es una de las lacras más antiguas y vergonzosas de la sociedad española, pues a pesar de los avances democráticos y de la toma de conciencia generalizada que se ha desarrollado en los últimos años, nos encontramos de alguna manera en un punto muerto, puesto que parece imposible erradicar los últimos rescoldos de estas conductas machistas, violentas y asesinas. Por eso esta campaña y todas las que se realicen me parecen de especial importancia, y creo que tienen un efecto positivo y necesario en la sociedad española actual. Estoy, quiero que quede claro, a favor del efecto de esta campaña. Aquí la dejo, porque me parece útil, y su mensaje, positivo.


Por eso no puedo menos que sentir cólera, indignación y menosprecio cuando un estudio estadístico demuestra que los fondos destinados a semejante campaña se han utilizado con fines políticos, ideológicos y partidistas. Sé que frente a los miles de millones de Barcenas, a las adjudicaciones por eventos o a los sobornos por construcciones y contratas, esto puede parecer un mal menor, pero yo no lo creo así. Es especialmente importante porque se está utilizando ideológicamente un grave problema social que atañe a la dignidad de miles de mujeres y de víctimas de la violencia, y porque demuestra que el Ministerio artífice de la campaña no está pensando en crear un instrumento de mejora de las condiciones sociales en las que vivimos, sino que está ideando un método de financiación de los medios de comunicación afines a su línea ideológica. 

De esta forma, la noticia demuestra que el sufrimiento humano y el padecimiento de los ciudadanos que representan está siendo utilizado para manipularlos, para mentirles, para estafarles. Porque lo importante de esta campaña no ha sido a cuántas personas ha llegado, ha convencido o ha cambiado; lo importante para esta gente es a cómo mediante un problema social se puede financiar unos medios conniventes con su política, que consiste, por lo visto, en alimentar su propio y vacuo discurso.

Dice el refrán que a cada cerdo le llega su San Martín. El problema es que San Martín está tan ocupado en estos tiempos, que va a tener que pedir ayuda al resto del santoral... y quizá se quede corto. 

martes, 20 de agosto de 2013

Soy memorioso

Cualquiera que me conozca sabe que me gusta mucho hablar. Sé que puede ser un defecto, pero yo necesito la conversación, al extremo de que a menudo el silencio me parece incómodo, una muestra de que a la persona que me acompaña le desagrada mi compañía. Por eso cuando me pongo nervioso hablo no ya por dos, sino por tres o cuatro.

Gracias a ello, sin embargo, las personas a mi alrededor me cuentan muchas cosas, y además, me gusta mucho escuchar, sobre todo, a mi familia. De niño me gustaba estar atento a lo que contaban mis abuelos y mis padres sobre sus vidas o, por qué no, sobre la mía, cuando era demasiado pequeño como para guardar ciertas cosas en la memoria. Yo conozco montones de historias sobre cómo se conocieron mis abuelos y cómo se casaron, cómo se las apañaban para llegar a fin de mes, qué comían en la desolada posguerra, qué inventos hacía mi abuelo para que sus hijos estudiaran, cómo mi abuela iba a la peinadora cada mañana para que le hiciera un moño. He escuchado a mis padres relatar la vida cuando estudiaba en colegios fuera de casa, los suspensos que tuvieron, los exámenes de oposiciones, la popular "mili", las farras con sus amigos. Me han explicado muchas veces sus viajes de seis o siete personas en coche de Jaén a Colonia, en Alemania, y el regalo de mi abuela paterna cuando me bautizaron, una bicicleta que no pude usar hasta los 8 años. De todas esas cosas, y muchas más, me enteré porque pasé tardes enteras hablando con ellos y escuchándolos.

En muchas novelas se recurre, igualmente, a la misma imagen-cliché: la familia reunida por la tarde, sentada cómodamente y conversando al calor del hogar. Menos idílico, pero igualmente conversacionales, se me presentan las escenas en el pueblo de las familias sentadas en la puerta de la casa, luchando contra el calor, comiendo pipas y contándose esto y aquello, lo que cada uno pudiera recordar. Todas esas cosas conforman la memoria y llenan la vida de recuerdos. Las escenas de familias en las que sus miembros, cada cual con su teléfono móvil, permanecen en habitaciones diferentes, cada una equipada con ordenador y televisión, conforman una realidad muy actual que contrasta muchísimo con lo anterior.

Hoy en día, eso sí, nos comunicamos mucho más: facebook, wathsapp, aplicaciones que no sé ni escribir, videoconferencias... Y, sin embargo, me viene a la mente una viñeta de Maitena en la que la chica preguntaba a la madre que cómo se comunicaba la gente antes de internet y las nuevas tecnologías; la madre, muy tranquila, le comenta: "hija, la gente no se comunicaba, se hablaba". 

No es con afán de crítica, es solo testimonial, pero creo que efectivamente nos comunicamos mucho y hablamos poco, y mucho menos con las personas de nuestro entorno familiar: nuestros padres, abuelos, hijos, primos... El problema es que, por lo mismo, ya no tenemos memoria: en España era raro que mis alumnos, jóvenes de 17 y 18 años, supieran cómo vivieron sus abuelos la guerra civil, en qué bando lucharon o por qué, o cómo vivieron sus padres la transición. "Eso es historia antigua", dicen algunos. Pero sus padres  y sus abuelos, en su mayoría, viven.

Esta reflexión me vino a la mente con la tan cacareada reforma energética mexicana, aunque parezca mentira. Yo no tengo la máxima verdad sobre el asunto porque lo veo todo a través de mi condición de extranjería, pero sí que tengo bastante claro que lo que se está haciendo es un atentado a la Memoria: a la de la lucha revolucionaria, por supuesto, pero también a la propia historia del petroleo en México, de su nacionalización, de su idiosincrasia. Escuchar la propaganda oficiosa diciendo que ahora se cumplirá el propósito de Lázaro Cárdenas no solo es un disparate, sino también un ataque contra la memoria colectiva, una memoria que no se enseña en las escuelas (parte innegable, por desgracia o por suerte, del aparato estatal), sino en el conocimiento de aquello por lo que lucharon los padres, los abuelos, los héroes del México del pasado. Una memoria que pretende rehacerse, destruirse y reconstruirse, pervertirse, utilizarse...

Yo no conozco tanto la realidad social de México como para saber si sus jóvenes han recibido esa Memoria. Pero quizás sería bueno que todos nos dediquemos a hablar un poco más con nuestro pasado, aunque sea a costa de comunicarnos un tanto menos con nuestro presente.



lunes, 6 de mayo de 2013

Soy (casi) bibliotecario

Ya he comentado alguna vez que el ruido en las bibliotecas de la UNAM es una de las cosas más molestas que uno se pueda imaginar, pero hoy me voy a dedicar a explicar específicamente cómo es una de las bibliotecas en las que, para mi desgracia (y debería ser mi placer), pasó gran parte del tiempo: la Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras.

El bueno de Samuel Ramos fue un filósofo mexicano que terminó dirigiendo la Facultad, allá por los años 40. Supongo que como filósofo este estupendo señor era partidario del pensamiento racional y organizado, por lo que me estremezco al pensar lo que le ocurriría a D. Samuel si volviera de entre los muertos, al más puro estilo zombi, e intentara entender los criterios que rigen la ordenación de los libros de la biblioteca que lleva su nombre. Como mínimo, se dedicaría a morder a todos los que trabajan en dicho lugar, y con suerte el virus de los no-muertos los llevaría a pasearse por las calles del DF, dejando de lado su nefasta labor como bibliotecarios.

Y es que la Biblioteca de mi facultad es, como dice el lugar común, un caos. En primer lugar, y en contra de cualquier criterio lógico, es imposible renovar los libros por internet. Prácticamente cualquier biblioteca de la UNAM permite la renovación electrónica, pero Letras, no. El motivo por el cual esto acontece, sobre todo teniendo en cuenta que todo el catálogo está informatizado, escapa a mi comprensión y a la de cualquiera que pertenezca a la especie humana. Porque lo peor es que el funcionamiento de ese catálogo electrónico es, cuanto menos, absurdo. Ejemplo: buscamos La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, importante escritor mexicano que, por lo tanto, casi nadie conoce. Según el catálogo, hay tres ejemplares: uno prestado y dos "en estantería" [sic]. Uno camina a la estantería correspondiente esperando ver dos ejemplares... ¡Error! ¡A quién se le ocurre pensar que lo evidente es lo probable! Los libros no se hallan en el indicado lugar. No están. Paso siguiente: preguntar al responsable. Y este te dice: "¡Ah! Pues o están prestados, o los han robado... (textual). Le indicas que el catálogo dice que hay dos "en estantería". Respuesta, y aquí viene lo gordo: "Bueno, el catálogo no está actualizado, no te guíes por lo que dice, porque nunca coincide con la realidad". ¡Claro, cómo no se me ocurrió antes! Pero entonces... ¿¡para qué narices sirve el catálogo!?

Desde fuera, la Biblioteca no nos da pistas del horror que
en ella se oculta...
Se me olvidaba añadir en el proceso anterior otro interesante fenómeno de nuestra biblioteca, que afecta, ahora sí, a los que trabajan en ella. Parece ser que un requisito fundamental para entrar en estos puestos es no conocer el orden alfabético ni el numeral. Tal cual. Porque si no, no se explica que ningún libro esté en su sitio, que los libros cuya signatura empieza por V estén antes o intercalados que los que comienzan por U, y que uno busque por XXXX.25 y aparezca antes que XXXX.2. Y no me lo estoy inventando, me ha pasado muy frecuentemente. Para ser justos, algunos usuarios que merecerían la muerte (y no exagero) "ocultan" los libros que necesitan cambiándolos de lugar, pero muchos otros fenómenos son a todas luces de ordenación, o, mejor dicho, de falta de la misma.

Por todo ello, mis mañanas y mis tardes en la biblioteca se me van en sacar libros que encuentro mal puestos, hacer una montaña y llevarlos al carro, para que los vuelvan a colocar, con la ilusión de que esta vez vayan a parar a su sitio. Y es que la esperanza es lo último que se pierde, y parece que yo crecí con grandes cantidades de esperanza... y quizá de paciencia. Aunque creo que nuestra biblioteca va a acabar por dejarme sin reservas de esta última.

jueves, 11 de abril de 2013

Soy cocinero (malo)

Odio cocinar. En serio, lo detesto. Y, por extensión, las cocinas no me parecen nada del otro mundo. Cuando están nuevas y limpias puedo pensar "¡oh, qué bonita es!", pero, en serio, no me imagino cocinando en ellas feliz y contento. Paradójicamente, paso muchas horas en mi actual cocina, sobre todo fregando cacharros sucios, cosa que tampoco soporto, pero aguanto mejor que verlos acumulados y llenos de grasa.

¿Y qué tiene que ver esto con México? Pues que, desde que estoy en el DF, cocinar se ha vuelto aún más complicado. La culpa de esto la tiene en parte que vivo con un cocinero magnífico, de esos a los que les sale bien todo y que son capaces de inventar cosas nuevas. Yo no. Me limito a hacer lo que ya sé y, si algún día me propongo hacer algún plato español, que los hecho en falta, me ajusto a la receta como si me fuera la vida en ello. ¡Cómo sufro, Señor, cuando intento hacer por primera vez un cocido, unas habichuelas, unas migas...! Porque no es que me lo vaya a comer solo yo, es que el prodigio de la cocina que vive conmigo tiene que comérselo, y eso me provoca una tensión que para qué. Cocinar para otros es lo que me ha costado más siempre. Eso sí, si sale rico, no puedo evitar querer que lo pruebe todo el mundo, en plan niño chico: "¡Lo he hecho yo! ¡Lo he hecho yo!". Sí, soy así de incoherente.

Otra cosa bastante desesperante es ayudar a cocinar a un mexicano. Y lo digo porque, en primer lugar, no todos los utensilios y los alimentos se llaman igual. Ahora ya no tanto, pero al principio era un diálogo de besugos. Ejemplo:

-Esto ya está. ¿Lo pongo en una fuente?
-¿En cuál, en la que está en medio de la plaza?
-Me refiero a esto (señalando, en plan hombre prehistórico, uka, uka).
-Eso es un refractario (primera noticia). ¿Puedes poner los platos?
-Ajá (y saco dos platos llanos normales).
-No, esos no, estos.
-¿Eso no son cuencos?
-No, son platos hondos. Y pon aceite para calentar los frijoles, por favor.
-¿De este? (Señalando el de oliva, el de allá, vamos).
-¿De oliva a los frijoles? Del normal, que ese es caro.

Y así hasta el infinito. Si a eso le sumas que voy preguntando todo porque no sé cocinar, entiendo que al final el otro se altere, pobre, al lidiar con mis preguntas, unas pertinentes y otras, no tanto. En fin, como dicen por ahí: "Diosito, dale paciencia para no desesperar".

miércoles, 6 de marzo de 2013

Soy treintañero

Cumplir años es una de esas cosas que nos hacen mirar atrás y acometer un balance de la vida hasta el momento presente; lo mismo ocurre la noche de fin de año o, para los que seguimos en la vida académica, el día que acaba o que comienza el curso escolar. Esta sensación entre nostálgica y esperanzadora es todavía más fuerte cuando se entra en una nueva década. Y hoy se cumple una semana desde que cumplí años y soy, oficialmente, treintañero, por lo que puedo relatar brevemente qué he sentido y qué he recordado esta semana.

Cuando yo era adolescente me imaginaba los treinta años como una época de consolidación. Pensaba que  entonces tendría un hogar feliz, con una pareja que me quisiera y un trabajo que me gustara, y, por supuesto, que no tendría problemas económicos. ¡Ah, dulce inocencia de la pubertad! Nunca tuve menos problemas con el dinero que en aquella época. Ahora veo amontonarse las facturas y los plazos de la hipoteca y sueño con una máquina del tiempo que me devuelva a esa edad, cuando lo peor que me podía pasar era no poder ir al cine. Lo más desagradable es que la solución es la misma que a los 15 años... "¡Hola, amados padres! ¿Podéis darme dinero?". En realidad, lo único que han cambiado son los gastos, pero no las consecuencias de no poder afrontarlos...

Es cierto, por otra parte, que lo del trabajo y lo de la casa propia sí que lo conseguí, incluso mucho antes de los treinta: a los 23 tenía mis oposiciones, y a los 27, mi pisito. Aún más, tener piso me ha llevado a la relación más estable de mi vida: la que mantengo con el banco, que durará, plazos mediante, hasta el mismo año de mi jubilación. Ya se sabe: lo que la Hipoteca ha unido, no lo separará jamás el hombre. Pero, volviendo a trabajo, está muy bien tener una ocupación segura para toda la vida. Lástima que mis circunstancias hayan sido otras, y que no me lo pueda traer a México... Pero bueno, visto por el lado positivo, siempre tengo dónde volver si todo lo demás falla.

Una de las cosas más problemáticas de cumplir treinta años, sin embargo, no es el choque entre lo que uno esperaba y lo que uno tiene. Lo más difícil, como dice Maitena, es lo que le pasa al envase: nuestro cuerpo se niega a ser lo que era a los quince años. Las enfermedades nos postran en la cama y las resacas nos duran toooodo el domingo... Pero sin duda lo peor es que ahora nos molesta el ruido, nos quejamos si hay fiesta en casa hasta las dos, no nos apetece comer guarrerías, nos horroriza la suciedad... Sí, amigos: nos hemos convertido en nuestros progenitores. En mi caso, me sorprendo diciendo frases maternas que juré y perjuré no decir jamás, lavando todo lo que se puede lavar en casa o haciendo comida en masa para congelar. Y yo me pregunto: vale que "el tiempo vuela", pero... ¿es necesario que me aplaste como si lo hiciera en un avión transoceánico?

lunes, 25 de febrero de 2013

Soy amante del silencio

No lo supe hasta llegar a México, pero resulta que soy un enamorado del silencio. Es curioso, pero el silencio no se nota hasta que vive uno la experiencia de vivir rodeado de ruido. Porque el ruido es, quizá, lo que más llama la atención de la Ciudad de México, al menos, para los que no estamos acostumbrados. No hay rincón en el cual pueda uno escapar a las ondas sonoras. 

Mi casa, por ejemplo, está situada en uno de los barrios más tranquilos de la urbe, la llamada Delegación Coyoacán, mas ni aún así se libra uno de las molestias acústicas. De entrada, mis compañeros de vivienda son estupendos, pero hablan y escuchan música a unos decibelios que no son normales. Y a cualquier hora del día. Al principio yo pensaba que habría que hablarles en el mismo tono, porque solo un sordo puede necesitar tal volumen. Pero no, oyen bien, es solo una característica auditiva mexicana o, al menos, chilanga.

Otra cosa que asalta la paz del hogar es la agresión sonora externa, pues en las calles de México todo suena: por ejemplo, a cualquier hora del día pasa un señor que toca una campanilla absolutamente estridente, que recuerda a la santa campana que tocaba durante la misa en el momento de la consagración. Sin embargo, sus motivos son mucho menos sacros: está avisando a la vecindad de que acaba de estacionarse el camión de la basura, así que hay que sacar las bolsas a toda velocidad: pura religión posmoderna. Otro de mis sonidos preferidos proviene de la venta ambulante: de nuevo a cualquier hora, incluso la más intempestiva (por ejemplo, las 8 de la mañana de un sábado), puede pasar cualquier pobre diablo anunciando su mercancía. Pero no lo hace a grito pelado, pobres gargantas. Llevan una grabación monótona e insistente que, a fuerza de escucharla diariamente, la repito sin cesar durante todo el día: Compren-susricos-tamales-guaxaqueeeeñooooos... Tamales-calientitoooooos. Y así eternamente, en una letanía diaria de un cuarto de hora. Los que sí gritan, siempre en el mismo tono, son los vendedores ambulantes del metro, verdadero atentado contra la originalidad: Señor, señorita, hoy le traigo a la venta [inserte cosa inútil aquí], producto de moda, producto de novedad... Diez pesos le vale, solo diez pesos...

Pero lo que más detesto de todo es el ruido de la vida universitaria. La biblioteca, más que un lugar de estudio y recogimiento, es el lugar de la tertulia y de la conversación, con la ventaja (para los enemigos de mis pobres nervios) de que no hoy que pagar un café para sentarse alrededor de una mesa. Resulta irónico cómo se habla a grito pelado bajo carteles gigantes que, inocentes ellos, invitan al silencio. También molesta mucho el hecho de que, por los pasillos, se habla y se ríe en el volumen chilango habitual, aunque al otro lado de los finos muros uno intente seguir el ritmo de una clase, ya que además el profesor, de puro acostumbrado a las estentóreas voces mexicanas, ni se da cuenta del problema y sigue a lo suyo, muy metido en la decadencia del mundo occidental. 
Harmonipán (u organillo, como yo lo llamo) y
dos torturadores, dispuestos a accionar la
manivela del instrumento... de tortura.

Solo hay algo que supere el hecho anterior dentro del odio al ruido que estoy desarrollando: los organillos de las calles. ¿Quién les ha dicho que su "música" gusta a alguien? Es más, ¿por qué se autollaman músicos? ¡Si lo único que hacen es dar vueltas a una manivela! De ser esta asociación cierta, podríamos llamar artesanos a los miles de adolescentes que se masturban sin parar a lo largo del día... Aunque no los odiaríamos tanto porque ellos, al menos, se encierran en el baño y, a su manera, se dedican con fervor a honrar el silencio.