jueves, 29 de noviembre de 2012

Soy un niño de mamá

Llevo unos días sin escribir por aquí y lo siento. Seguro que mis once o doce entregados lectores me han echado de menos. Incluso habré perdido ya alguno... Pero así es la vida, necesitaba unas pequeñas vacaciones en mis preparativos para México, y me he escapado cuatro diítas para disfrutar de mis padres y despedirme de ellos antes de marchar. Eso ha hecho que no haya podido escribir por aquí y, obviamente, que se hayan producido anécdotas como para varios artículos durante todo el mes que viene.

Volver a casa es siempre una experiencia emocionante: el reencuentro con la familia es emotivo y obligatorio. Lo que pasa es que si esa vuelta a casa es previa a un viaje a más de ocho mil kilómetros, y previa, además, a como mínimo siete meses de separación con Navidades de por medio, la cosa empieza a teñirse de un matiz apocalíptico que ni os cuento. Y menos mal que mi familia no conoce la profecía maya que afirma que en veintitrés días se acaba el mundo, porque entonces me hubieran partido una pierna con tal de que no cogiera el avión al DF.

En fin, aterricé un cálido domingo invernal en Granada y me estaba esperando mi clan gitano familia en el aeropuerto: mi padre, mi madre (con los pies vendados porque la acaban de operar), mis dos hermanos, mis tíos, mis primos y mi abuelita favorita. A la otra no la pudieron traer porque tiene demencia senil, que si no, allí estaría también. Todos sonrientes y felices de verme. Qué primores. La verdad es que fue un día divertido: comimos todos juntos en un restaurante y luego mi abuelita nos invitó a todos a café y helados en una pastelería preciosa del centro. Lástima que mi abuela, que luego ha pasado dos días con nosotros, me dijo tropecientas veces que ya no la veré antes de morirse. Hay cosas que ni la felicidad familiar pueden cambiar.

El resto de los días hasta hoy jueves han pasado en calma y tranquilidad, dejándome querer por mi madre, que está de baja por su operación. Los dos sentaditos en el brasero, tomando cafés y charlando animadamente. Lo duro ha llegado al venir a despedirme al aeropuerto. Me he puesto en la fila para pasar el control de seguridad y ahí estábamos ambos, mirándonos y sonriendo, y con los ojos cada vez más llorosos. Y claro, la miraba y estaba casi llorando, y me daban ganas de llorar a mí, y esto durante diez minutos; ya he dicho alguna vez que mi madre y yo tenemos tendencia a la tragedia. Así que he pasado el detector de metales con los ojos como tomates, y nada más decirnos adiós por última vez me ha dado por llorar, venga a llorar, pensando en los siete meses, en la Navidad y en lo mucho que quiero a mi familia, aunque no lo quiera reconocer. Y nada, carrera al baño, agüita en la cara, la vergüenza de que todo el mundo te mire... Y una voz por megafonía que, de repente, resuena en todo el aeropueto: "Atención, el pasajero que se ha dejado una maleta pequeña negra, pase por el control de seguridad para recogerla". Evidentemente, más vergüenza y risitas de los policías al ir a por ella. Mamá, te quiero mucho, y qué trabajo me cuesta quererte como te quiero, que dice la copla.

Al final he llegado a casa a las doce y a las doce y tres minutos ha sonado el teléfono: mi madre. Que si había llegado bien. Y me ha contado que iban en el coche y veían mi avión encima, que seguía durante un rato la misma ruta que ellos, pero bastantes kilómetros más arriba. Entonces mi padre le ha quitado el teléfono y me ha dicho: "Tu madre ha estado mirando el avión durante quince minutos, con la lagrimilla y diciendo Ay, mi niño, que se me va mi niño...". Para ponerse a llorar otra vez, ¿verdad? Está claro soy un niño de mamá... Pero mi madre es, definitivamente, una mamá de su niño.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Soy captador en estudios de mercado

Desde que mi querida Administración púbica pública no me deja trabajar en la enseñanza a causa de mi permiso para estudiar en México, a pesar de que no comienzo mi máster hasta enero, la verdad es que la vida me ha cambiado económicamente a peor. Más que nada, porque no he visto sueldo desde finales de agosto, y claro, esto ha sido una sangría. Y luego tengo un defecto: como. Y a veces hasta tengo que pagar cosas.

Por suerte, cuento con bastantes amigos que hacen las cosas más variopintas, y se me ocurrió llamar a uno de ellos, Javi. Javi trabaja en una empresa de estudios de mercado, y alguna vez, cuando era estudiante, fui uno de sus conejillos de indias en la prueba de productos. Así que lo llamé, hice una prueba y ¡listo!: tuve la suerte de trabajar haciendo estudios de mercado de 10 a 14 y de 16 a 20, cobrando entre dos euros y medio y tres euros por encuesta. No es el sueño de mi vida, pero de algo hay que comer.

El trabajo en sí es sencillo: uno coge una carpetita con encuestas, sale a la puerta del hotel donde se hace el estudio y comienza a "captar" sujetos que quieran probar el producto. Hoy hemos acabado uno sobre zumos, así que me he pasado la semana haciendo lo siguiente:

(Esquina de una calle transitada -sin bolso-, carpetita en una mano y boli en la otra. Sonrisa como para animar a un enfermo terminal)
Pregunta: ¡Hola! Una pregunta: ¿te/le/os/les gusta el zumo?
Respuesta habitual: No.

Fin del asunto. Si fuera por las respuestas que conseguimos el 80% de las veces, a nadie le gustaría nada. Yo no sé por qué dicen que somos un país consumista, si mi experiencia es que no hay producto que agrade a la gente.

Evidentemente, luego está ese agradable 10% que se para, escucha la pregunta, te dice que le gustan los zumos y, si pueden, te acompañan a probar el nuevo producto y dar su opinión, llevándose por ello un bolígrafo de regalo; o, si no pueden, se disculpan porque tienen prisa o van a trabajar y se marchan despidiéndose amablemente. Sí, amigos, esta opción sería la ideal y más sencilla, pero no hay manera. Somos un país de maleducados. Sé que estaréis pensando que los captadores nos ponemos pesados e insistimos, pero no es mi caso. En fin, así somos.

Y cabe preguntarse: ¿qué pasa con el 10% restante? Pues que dan respuestas divertidas, o se comportan de manera rara, y en esos casos te entran ganas de reírte en su cara y no puedes. También entran en este grupo los que te miran mal o se enfrentan a ti, que lo que te dan ganas es de salir corriendo, porque pelearme por dos euros con cincuenta, va a ser que no. Aquí presento una pequeña clasificación de estos seres:

  • Los paranoicos, o de la Teoría de la Conspiración. Estos son poco abundantes, pero se hacen notar. Básicamente los descubres cuando les preguntas si les gusta el zumo y te contestan ¡Uhhhhh, no, no, no! Estoy en contra de los zumos. Y se paran y te dan argumentos de lo más peregrino no para no hacer la encuesta, sino para que tú, alocado jovenzuelo, no vuelvas a probar zumos jamás. Los más comunes te hablan de que suben el azúcar, por ejemplo, pero una señora estaba convencida de que provocan cáncer, y otra, que me quería obligar a ponerlo en el cuestionario y comentarlo con los nuevos consumidores, afirmaba categóricamente que son la causa de la leucemia. ¡Cuánto daño ha hecho el consultorio médico de Pronto!
  • Los desconfiados. Esta gente piensa que le vas a robar, matar o violar, o al menos eso transmiten. Tienen dos pintas habituales: señoras con ropa de marca y señores con traje caro-caro-caro. A veces se te enfrentan: ¡¡Me lo preguntas dos veces cada día!!. Que digo yo, si ya saben que estamos ahí y somos una amenaza, que se cambien a la otra acera. Las señoras en particular agarran las bolsas de las compras o el bolso hasta que se les ponen los dedos azules, cangrenados. 
  • Los alternativos. Detesto a esta gente. Normalmente son maricas-modernas y hippi-pijos. Los hippi-pijos te miran con lástima, como si fueras un desecho que se merece estar trabajando en semejante bazofia. Los detesto. Los maricas-modernas son un misterio de la naturaleza. No hablan. No contestan. Te miran, se les ponen los ojos desenfocados y siguen caminando. Creo que no soportan que el vulgar mundo real les invada ni dos segundos.
  • Los miedosos. Estos me resultan graciosos. Te ven e inventan estratagemas para huir del momento que les aterra, tu pregunta. Lo más común es que intenten rodearte, aunque tengan que parar el tráfico; que intenten hacer como que hablan con el móvil (inciso: al principio, pensaba que mucha gente levantaba el brazo a lo militar cuando me veían. Ahora sé que no es por respeto); o que bajen la mirada. Estos son los mejores. O estas, porque suelen ser mujeres: cruzan los brazos, caminan rápido y, cuando les preguntas, bajan la cabeza y la van girando hacia el lado contrario a ti. Te dan ganas de gritarles algo como ¡UHHH, soy el cocoooooo!. Delirante.
En fin, esto es más o menos a lo que me he dedicado esta semana. Productivo, ¿verdad? Pues nada, a seguir trabajando, que mientras haya que hacer, podremos darnos por satisfechos.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Soy dieciochesco

De toda la vida he sido un gran admirador del siglo XVIII, a pesar de que siempre ha sido denostado en literatura, que es mi ámbito. Siempre he reivindicado a estos pobres escritores que con el tiempo nadie ha querido, porque puede que no fueran muy originales, pero eso no quiere decir que no escribieran cosas interesantes. Además, la originalidad está sobrevalorada. Yo creo que ya no hay nada menos original que buscar la originalidad. Y es que en la búsqueda de la novedad se han perpetrado unos bodrios insufribles, que no pienso nombrar porque queda fatal decir que no te gustan ciertas obras de fama mundial. Los artistas del XVIII querían seguir las reglas y explicar sus cositas sencillas de manera que todo el mundo los entendiera, y claro, así les ha ido, porque en el arte si te haces entender, estás perdido. Eso explica por qué a todo el mundo le gustan las letras de Manolo García: porque nadie entiende lo que dice, y así todo el mundo puede dar su versión mística del asunto. No hay que confundir esto con lo que le pasa a Shakira: nadie la entiende, pero no por unas letras difíciles, sino porque las pronuncia en un idioma desconocido. Ahora dice que cantará en catalán en honor a su novio, el fubolista del "piquetón". Pobre lengua catalana, ahora que parecía que se estaba recuperando...

Pero volviendo al siglo XVIII, creo que si nos lo hubiéramos tomado más en serio no nos sorprendería lo que está pasando actualmente. Porque, salvando ciertas diferencias, todo se parece mucho a lo que pasa en nuestros tiempos. En el XVIII había unos señores llamados ilustrados y afrancesados. Estos decían que todas las formas culturales, económicas, sociales o gubernamentales pasadas estaban mal organizadas, y que había que cambiar todo eso en nombre del progreso y de un futuro mejor. El lema de estas buenas personas que ocupaban el poder era todo para el pueblo, pero sin el pueblo, por lo que se dedicaban a cambiar lo que les venía en gana sin escuchar lo que le apetecía al susudicho populacho, gente poco preparada, inculta, sucia, fea y mocosa, que dijo Carlos III. Entre las mejoras para ayudar a la gente, creían en el mercado abierto y libre de controles. No voy a negar que hubo alguna reforma educativa que podríamos considerar útil, pero claro, cuando Carlos IV se asustó con las libertades de los vecinos allende los Pirineos (y con la cabeza de María Antonieta rodando por los escalones), su valido, el Ministro Godoy, impuso la censura de prensa y el control de la ideas. Al final, las reformas se fueron al retrete y nada se solucionó, porque nos invadieron los franceses. Y ahí la profusión de ilustrados, ministros, afrancesados y reyes desapareció, porque de los franceses solo nos libraron los guerrilleros salidos de ese pueblo lerdo y palurdo que no servía para nada. Que como dice la copla,

Con las bombas que tiran 
los fanfarrones
se hacen las gaditanas
tirabuzones.
Que las hembras cabales
en esta tierra
cuando nacen ya vienen
pidiendo guerra.
Y se ríen alegres
de los mostachos,
y de los morriones
de los gabachos.
Y hasta saben hacerse
tirabuzones
con las bombas que tiran
los fanfarrones.

Que es una seguidilla aromanzada bien bonita, ¿verdad? Bueno, ¿y a qué viene esta parrafada tan larga e histórica? Pues porque ahora estamos viviendo lo mismo. Resulta que nos han dicho que todo lo que teníamos (pensiones, educación, sanidad, legislación laboral...) estaba mal y era imposible de mantener. Pero ahí están ellos, los reformadores, que saben hacia donde dirigirnos al progreso. Curiosamente, también sus reformas pasan por el liberalismo económico, y ya puede haber tropecientas mil manifestaciones de ciudadanos pueblerinos en desacuerdo con las medidas: son pobres incultos que, en palabras de Soraya Saenz de Santa Maria (la nueva Ministro Godoy), el Gobierno escucha, pero no puede asumir sus preocupaciones, porque tienen un programa reformista que cumplir. Eso es el todo para el pueblo, pero sin el pueblo del siglo XVIII, pero que ahora nos venden en el siglo XXI con barnices nuevos y olores rancios. Porque esa es otra, aquí nos llaman para votar cada cuatro años, y luego en casita callados, porque quejarse queda fatal y está anticuado.  Ahí es fácil ver lo de la censura del XVIII en el XXI, en lo que se ve en los medios y se dice oficialmente desde el Gobierno. Porque yo no me creo que la especie humana haya llegado a la luna y haya descubierto la Partícula de Dios, y no sea capaz de calcular los asistentes a una manifestación con un margen de error que no parezca la población del continente africano. Por ende, falta de todo, pero nunca ministros, consejeros, subdelegados, banqueros, empresarios, cuñados y gente inteligentísima que sabe lo que hay que hacer y, consecuentemente, cobra una millonada por ello.

En lo que sí tienen razón es en que la culpa es nuestra. Si hubiéramos hecho más caso a lo que pasó en el XVIII, ahora nos luciría el pelo de otra manera. Porque el resultado ya auguro yo que será el mismo: el pueblo seguirá siendo pobre e inculto (sobre todo, con la nueva reforma laboral y los recortes en educación), y nos sobrarán intelectuales de medio pelo para reformar según su conveniencia, hasta que se arme gorda de verdad, momento en el que nos tendremos que salvar nosotros mismos. Solo una cosa les concedo a los ilustrados del XVIII que no puedo decir de los "reformistas" del siglo XXI: las buenas intenciones de aquellos, a veces, leyendo sus escritos, me las creía.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Soy flamenquito

Acabo de llegar de las ferias populares de Camp de l'Arpa-Clot. Que diréis, ¿por qué se ido a ese barrio tan glamouroso al que no vas a menos que seas vecino de toda la vida? Pues a ver bailar a mis ex compañeros de la Escuela de Baile Rocío Gómez [Publicidad]. Qué envidia, cómo me gusta verlos bailar y cómo me gustaría estar ahí... Resulta que yo he sido alumno hasta este verano pasado, pero lo he tenido que dejar, entre otras cosas, porque me voy a México y, para que negarlo, porque no tengo un euro y no me lo podía permitir. Pero es que todos bailan muy bien, y Rocío, la profesora, es graciosísima, un terremoto marbellí que ríete tú de Julián Muñoz y toda la parentela, así que es normal que lo eche de menos...

Mi historia con las sevillanas viene de lejos, de mi más tierna infancia. En primer lugar, hay que decir que en mi casa, de flamenco, ná de ná: somos de verbena, pasodoble, tuna y copla, y de cantar de todo cuando nos juntamos, pero de sevillanas, cero. Mis padres en el fondo lo ven como "lo que bailan los de Sevilla", porque en casa el orgullo de Jaén está muy arraigado, y por eso se asombraron muchísimo cuando, con seis o siete años, me quise apuntar a sevillanas como actividad extraescolar. Hay que decir además que era el único niño de la clase, así que yo no sé por qué luego se sorprendieron cuando salí del armario: si yo, muy considerado, les había ido dado pistas. En fin, que allí me planté yo a aprender sevillanas, y acabé en el festival de fin de curso bailando delante de todo el mundo. Lástima, no me pusieron bata de cola y abanico, que favorece mucho, sino pantalones negros, sobrero cordobés y un pañuelo rojo con topos blancos anudado al pecho que, en realidad, de masculino tampoco tenía mucho. Nótese que yo era un niño rubio nórdico y de ojos azules: parecía un guiri de recorrido turístico con el traje típico reginonal. Existe documento gráfico, una foto en papel que vete a saber dónde anda. Mi abuela, por supuesto, orgullosísima, y desde entonces me suelta que soy "orgullo de raza" a la primera oportunidad. Ya ves, un cuadro.

El caso es que luego ya no me apuntaron más, y yo me fui olvidando de los pasos hasta la tardía adolescencia, cuando en las ferias alguna amiga me los iba recordando. Así que cuando me mudé a Barcelona y me enteré de que se celebra la Feria de Abril, imitando a la de Sevilla, ni me lo pensé: llamé a mis compañeras de fatigas, sobre todo a Maria, Carmen y Amalia, y organicé mi famoso curso "Sevillanas de emergencia": todos en casa, con suministros de vino para parar un decreto del PP, aprendiendo los ruinosos pasos que yo creía recordar. El resultado era estremecedor, pero aún así tras toda la tarde bebiendo y aprendiendo pasos, nos íbamos con nuestra santa borrachera en metro hasta el recinto ferial, a seguir bebiendo, digo, bailando, hasta las mil. Que además, la montábamos bastante gorda, sobre todo hace dos años: me puse a cantar copla y sevillanas en el metro y acabamos con todo el vagón aplaudiendo, jaleando y cantando. Elísabeth, nuestra amiga catalana de tota la vida, se moría de la vergüenza.

Finalmente, nos apuntamos a la Escuela de Rocío, porque ya estaba claro que necesitábamos una evolución, como los pokémon. Y menos mal, porque si no llega a enmendarme la mayoría de los pasos, hubiera seguido creyendo que yo bailaba sevillanas, y no aquella cosa con vueltas. Además, hice amigos y amigas, personas maravillosas de las que me voy a despedir esta noche, pues hemos quedado para bailar en una sala rociera. Así les diré hasta pronto, que los voy a echar mucho de menos en México, al que espero irme en dos semanas... Pero eso ya os lo cuento en otra ocasión.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Soy un propietario ilusionado

Muchos de mis amigos ya saben que alquilo mi piso por largo tiempo. Es una monada, para que lo voy a negar por falsa humildad (publicidad encubierta). Lo arreglé con poco dinero, pero con buen gusto, y lo primero puede llegar a tenerlo todo el mundo, pero lo segundo, no. Cierto es que las cosas realmente buenas y bonitas suelen ser caras, pero no todo lo caro es bueno y bonito. Mi abuela, mi madre y yo, que formamos una cadena genética de parejas de cromosomas muy similares (hablamos mucho, gesticulamos, tenemos tendencia a la tragedia, esas cosas), compartimos también una capacidad innata para encontrar en cualquier tipo de tienda, por grande y compleja que sea, la cosa más bonita, de mayor calidad y más cara entre todas las existencias. Pongo como ejemplo extremo aquella situación, tras morir mi abuelito, que en paz descanse, en que fuimos a elegir una lápida a una tienda bastante lúgubre en la que mi padre y mi hermano las veían todas iguales... Pues bien, las tres copias genéticas nos fuimos directos a la más sencilla, elegante y refinada, y el dependiente, obviamente, nos elogió: era la lápida más cara de toda la tienda. Una preciosidad.  Era tan bonita que, si no fuera por su uso habitual, cualquiera la tendría en su salón. Evidentemente, no la compramos. Por algo la tendencia a la tragedia: otra cosa que tenemos en común es que a ninguno nos llega nunca el dinero para esos lujos. Compramos la más bonita de la gama media y fin de la historia. Es uno de los dramas de nuestras vidas: reconocer lo bueno y no poder comprarlo. Triste sino el nuestro.

Como ya he apuntado brevemente en Facebook (porque a pesar del blog y del teléfono, si algo no está en Facebook no existe, eso lo sabe todo el mundo), he descubierto que me encanta la gente, sobre todo desde que intento alquilar mi piso para irme a México, ya que, por cierto, he solucionado parte de los problemas que comenté anteriormente, cosa que explicaré a su debido tiempo. Como decía, me encanta la gente, y no porque casi todos los que vienen a ver el piso son agradables y puntuales, sino porque sus comentarios me han hecho redescubrir que el ser humano puede tener esperanza e ilusiones. El último que ha venido, amigo de una amiga, ha hecho un recorrido triunfal por el piso. Ha alabado el suelo, le ha gustado el dormitorio, le ha encantado el baño y ha encontrado la sala y la cocina maravillosos. Incluso me ha comentado que le fascinaba el patio. Y, finalmente, me ha dicho: "¡Me encanta! Pero lo quería más grande, con más dormitorios y más luz en ellos (el piso es un principal), pero por esta misma zona y que me cobren la mitad". ¿No es de un optimismo encantador? Oye, que me encantaría que eso fuera posible, porque entonces ni me hubiera salido a cuenta comprarme un piso: me quedo de alquiler toda la vida. Hay que decir que no pido una barbaridad por él, unos 800 euros. Que se podría mirar a la baja, vale. Pero que quieras todo eso por 400 euros en Barcelona me parece simplemente ilusionante. Porque nos demuestra que todos podemos soñar.

En definitiva, que cuando se ha ido y me he puesto a desayunar, me sentía optimista y lleno de esperanza. Claro que la mía es un tanto opuesta a la suya: seguro que encuentro a alguien que me alquile esto por 3000 euros al mes, pague la comunidad y el IBI por mí porque le apetece, me reserve un cuarto para cuando venga a Barcelona de visita y no me haga sacar todos los libros de casa, sino que me los guarde y conserve con amor. Por supuesto, cuando vuelva a casa habrá cambiado todos los electrodomésticos por otros mejores y, además, renunciará a cobrar la fianza porque me habrá desgastado de más el suelo. Y así de contento me voy a ir a la ducha... Porque lo que no hay que perder es la ilusión.

martes, 13 de noviembre de 2012

Soy huelguista

Mañana tenemos huelga general. Bueno, hoy mismo, porque ya han pasado algunos minutos desde la media noche. Como siempre, he oído ya bastantes argumentos tanto a favor de ir como en contra. Y también he leído muchos artículos estupendos defendiendo por qué debemos ir todos a esta huelga, que enumeran todos esos motivos que todos conocemos: la desolación reforma laboral, los robos recortes en sanidad, educación, cultura y, en general, todo lo interesante de nuestra sociedad; el carácter europeo de la protesta, que trasciende incluso a este gobierno, ya que se va a producir simultáneamente en muchos países... 

Pero yo creo que todos sabemos por qué hay que hacerla. En esta entrada tengo un objetivo diferente. Resulta que conozco a diversas personas a las que quiero mucho por cómo son y porque, en definitiva, son mis amigos, pero me exasperan. Y no por el hecho de no ir a la huelga, ya que al final es una opción personal, sino porque dan una serie de argumentos que enervan a cualquiera que tenga un poco de ética (y más si, de por medio, ha corrido el alcohol). ¡Ojo! No quiero decir que no puedan existir argumentos válidos para no dejar de trabajar por un día, sino que me ponen nervioso una serie de argumentos manidos, repetitivos, falsos e incluso rancios. Estos son mis tres más odiados entre esos argumentos falaces.

  1. No me puedo permitir perder X euros. Mi frase favorita. A ver, a ver, a ver... Seguro que hay muchas familias de varios miembros que dependen del sueldo, a menudo precario, de un único trabajador o de una única trabajadora. Puedo entender que esta gente tenga pánico a perder un día de sueldo, más cuando en muchos casos se cierne sobre ellos la amenaza del despido si se revuelven un poco. Es precisamente esta situación parte de lo que se denuncia con la huelga, pero puedo llegar a entender que esta gente vaya mañana a trabajar, aunque siempre pueden unirse posteriormente a las manifestaciones y, si no, a la huelga de consumo. Lo que no aguanto es que amigos y amigas con los que voy de cena, de borrachera, a conciertos, a comprar ropa y un sinfín de chorraditas, que no tienen familia que mantener y que tienen su puesto de trabajo asegurado, me digan que no pueden perder X euros. Que me da igual que sean veinte, ochenta o doscientos. Vaya, que si te estás gastando conmigo cincuenta euros en salir de fiesta un viernes, puedes ir de huelga tranquilamente. No me quieras vender la moto.
  2. Con la crisis que hay, no es un buen momento; lo que hace falta es trabajar. Muy bien. Y luego te doy un caramelito, por lo inteligente que eres. Y la traducción de esto es: "Yo tengo trabajo y los que no trabajan seguramente son unos vagos". Vamos a ver, si lo que quiere la gente es trabajar... Bueno, y cobrar. Si hay una huelga es en gran parte porque hay en torno a un 25% de paro, y un montón de gente contratada en negro (sí, de eso nadie habla, pero es una vergüenza porque ni cotizan, ni tienen seguro, ni derecho posterior a paro), y una reforma laboral que te puede tener un año trabajando en prácticas para luego no contratarte y no tener derecho a paro porque "eran prácticas". Y estas cosas salen precisamente porque hay crisis. Cuando la mayor parte de la población trabajaba, a la gente no la desahuciaban y los estudiantes tenían futuro, era difícil que nadie se manifestara en contra del paro, los recortes y la reforma laboral. Principalmente porque no existía. Las protestas se suelen hacer cuando existe el problema, no al revés. Así que no me digas que "hay que ir a trabajar por el país". Si los que dirigen esta nación trabajaran (bien) por el país, no habría que ir a la huelga.
  3. Las huelgas no sirven para nada. Claro, y por eso todo el mundo le presta tanta atención. Hasta la Conferencia Episcopal ha dicho que está en contra, por algo será. A ver, que yo también puedo imaginarme un futuro con nuevos sistemas de resistencia al abuso gubernamental. Pero, desgraciadamente, nadie ha podido darme tras citarme este argumento una sola manera diferente de lucha colectiva. Es así de sencillo: será poco útil, pero poco es mucho más que nada, y es lo ÚNICO que tenemos. Y yo estoy convencido de que la presión colectiva funciona: hace dos meses parar los desahucios era impensable, y esta semana, tras la labor de muchas asociaciones, el clamor de jueces y secretarios judiciales y, tristemente, algunos suicidios, ahora van a paralizarse. ¿Tenemos que esperar a que muera más gente por los recortes para ejercer presión? Además, el camino puede ser largo, pero está claro que a los que mandan les asustan estas cosas. Si no conseguimos que vayan para atrás, al menos servirá para que tarden más en meter más la tijera. Así de sencillo. Por eso, si vas a darme este argumento, prepara opciones alternativas. Pero no me des la vara.
Hay muchos más, pero estos son los que más me desesperan. Porque si no vas a la huelga, di la verdad: estás de acuerdo con las medidas tomadas hasta ahora por nuestros dirigentes. Es así de sencillo. No intentes justificarte: al fin y al cabo, los que nos dirigen has sido elegidos democráticamente. Y, sobre todo, cuando quedemos pasado mañana para tomar un café o una cerveza, no te quejes de que te han bajado el sueldo, de que trabajas más horas, de que cómo están las cosas. Porque tú habrás colaborado para que sigan como están. Y porque me vas a volver a poner de los nervios.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Soy un pobre secuestrado

Como dije en la entrada anterior, aún no conozco la fecha en la que me marcharé a México, principalmente porque el Ayuntamiendo de Barcelona, a través de su Departament d'Habitatge, me tiene secuestrado. Resulta que hace algo así como un año me compré el piso en el que vivo, y este, por diversas causas, no tenía Cédula de Habitabilidad, por lo que se suponía que, tras la obras firmadas por la arquitecta y aprobadas por el Ayuntamiento, tendría que solicitarla.

Mafalda ilustra con precisión que es la burocracia.
Pues bien, un trámite que suele durar dos semanas dura ya seis meses, y no sabemos cuánto le queda, ya que por un error técnico absolutamente absurdo la responsable de Habitatge no sabe si es conveniente darme el dichoso papel. En su opinión, mi sala de estar está llena de aire enrarecido e insalubre y apenas ventila, a pesar de dar a través de tres enormes arcos y una cristalera a un patio gigantesco. La verdad, odio a esa señora. Me la imagino gorda, fea y con verrugas, disfrutando con siniestro placer mientras con un sello gigante estampa "DENEGADO" en mi impreo. Lo último que sé es que la solicitud ha pasado ahora a lo que yo llamo el Jefe Supremo de Habitatge, una especie de Dios del que depende la legalidad de mi inmueble y la salud de mis nervios, muy afectados ya con todo el asunto.

Porque, al no tener la Cédula de Habitabilidad, alquilar mi piso sería ilegal, y no podría hacer un contrato formal. Y no voy a irme a ocho mil kilómetros sin un mínimo de seguridad jurídica: se me mete un fresco en casa, y a ver cómo lo echo de ella. Al no alquilar el piso, no obtengo los ingresos del alquiler para pagar la hipoteca y, al no trabajar ni cobrar, mis escasos ahorros se han ido en pagarla estos últimos meses. Conclusión: soy más pobre que las ratas gracias a mi querido Ayuntamiento de Barcelona, y no puedo determinar cuándo me iré a los Méxicos, porque no hay fecha para el citado documento

Sin embargo, ha surgido una esperanza. Estoy esperando con ansia que Mesías Mas, próximo presidente de la República de Cataluña, prometa Cédulas de Habitabilidad para todos, o, con suerte, que acabará con las  hipotecas, cuando aún me quedan treinta y nueve años por pagar. Y es que si uno escucha a Mesías Mas tiene la sensación de que en nuestra próxima Tierra de Jauja, en nuestro cercano País de la Leche y de la Miel, todo es posible. A ver si lee estas líneas y toma nota de mi propuesta electoral. Menos mal que aún me quedan los amigos, que están sufragando mis gastos más necesarios, principalmente en cervezas y juergas que no me puedo pagar. Pero eso ya lo comentaré en otra ocasión.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Soy un incomprendido

Desde que empecé a tener algo de criterio, esto es, desde que entré en bachillerato humanístico para ser profe de lengua y mi padre me recomendaba que estudiara Derecho, vengo sintiendo que mi familia no me comprende.  Esto no tendría nada de particular si siguiera en los 17 años, pero ya tengo 29 y sigo teniendo la misma sensación, lo cual es preocupante, porque indica mi clara incapacidad para comunicar lo que siento y necesito a los que me rodean.

Por eso mismo, el día que anuncié a bombo y platillo que me iba a estudiar un máster a la Ciudad de México, el ambiente se heló unos cuantos grados y el silencio se hizo presente en forma de máquina tragaperras... porque el "bombo y platillo" se produjo en un bar bastante cutre antes de salir hacia el aeropuerto camino a Barcelona. He de decir que no fue casual: había esperado el momento apropiado, momento que se presentó cuando el hermano que me sigue acababa de montar uno de sus jaleos habituales, especialmente gordo en este caso. "¡Esta es la mía!", pensé; y lo solté a bocajarro para que, al comparar con las trifulcas de mi hermano, no saliera tan perjudicado. Así, en mitad del problema, la conversación quedó pendiente... aunque sabía que tarde o temprano tendría que volver a salir.

El asunto es que mis padres no comprenden que teniendo un trabajo para toda la vida y una hipoteca casa recién adquirida, decida dejar de trabajar e irme a una ciudad que está en la otra punta del mundo. Para mi padre, particularmente, el hecho de no poder ir en coche es preocupante. Por supuesto, mis padres tampoco están preparados para nombrar la causa no académica de este viaje, un mexicano de metro noventa al que conocen desde hace dos años, cuando pasó el verano con nosotros. En justicia, hay que decir que en mi casa siempre se ha hablado de parejas y sexo libremente, es decir, que todos hemos sido libres de callarnos. Ni mis dos hermanos menores ni yo hemos tenido que hablar jamás de parejas, de condones o de relaciones prematrimoniales, cosa que luego crea muchas trabas a la hora de comunicarse. Para mi felicidad, tampoco nos hablaron nunca de cigüeñas, abejas, coles y esas tonterías de progres, que diría mi padre. Nuestra educación sexual fue pueblerinamente tradicional: mi padre juntaba dos perros, veíamos cómo se montaban y atábamos cabos. Nada más educativo.
Esto, unido al hecho de que ser gay no es precisamente el tema más popular de la sobremesa, hace especialmente complicado tener la conversación con ellos, es decir, con mi madre: yo insisto en nombrar al mexicano que me espera cada vez que es necesario, y mi madre se empeña en esquivarlo, por lo que nada va a ninguna parte y acabamos discutiendo a quién voy a alquilar el piso, cómo voy a pagar la hipoteca y la hipotética fecha de partida, que ni siquiera yo conozco, gracias al excelentísimo Ayuntamiento de Barcelona... tema que ya trataré en otra ocasión.

Por todo esto, al final el asunto ha acabado en que tras cada llamada diaria de mi madre, a la que a pesar de ello adoro, termino con el ánimo depresivo, porque sus preguntas en apariencia simples están cargadas de un trasfondo muy largo que resulta cansadísimo de razonar. Y esto se agrava cuando me llama mi abuelita, que es estupenda, pero que no sabe o parece no saber la motivación ya comentada, y claro, es más directa preguntando, pero no le puedo responder. "Pero ¿qué necesidad tenías tú, con tu buen trabajo, de pasar calamidades?", me dice, y claro, le hablo de ver mundo, de comer tacos, de cantar rancheras... Y para hacerme sentir peor demostrarme que me quiere, me dice: "Ea, ya no me vas a ver antes de que me muera". Cosa que dice con el amoroso propósito de que me quede en España, pero que me deja los nervios de punta porque luego estoy horas pensando que a lo mejor es verdad. Y tampoco puedo llamarla por Skype, bastante tiene con conseguir sintonizar Se llama copla.

En fin, que por todas estas y por otras inquietudes, he pensado en escribir esto, con un ánimo más o menos divertido, pero también de desahogo. Bueno, y también para explicar las cosas de una vez y no repetirlo por teléfono, mensajes y chats durante horas a mis quinientos más íntimos... Porque, por si alguien no lo sabe, ahora vivo en la miseria. Pero eso lo comentaré en otra ocasión.