jueves, 29 de noviembre de 2012

Soy un niño de mamá

Llevo unos días sin escribir por aquí y lo siento. Seguro que mis once o doce entregados lectores me han echado de menos. Incluso habré perdido ya alguno... Pero así es la vida, necesitaba unas pequeñas vacaciones en mis preparativos para México, y me he escapado cuatro diítas para disfrutar de mis padres y despedirme de ellos antes de marchar. Eso ha hecho que no haya podido escribir por aquí y, obviamente, que se hayan producido anécdotas como para varios artículos durante todo el mes que viene.

Volver a casa es siempre una experiencia emocionante: el reencuentro con la familia es emotivo y obligatorio. Lo que pasa es que si esa vuelta a casa es previa a un viaje a más de ocho mil kilómetros, y previa, además, a como mínimo siete meses de separación con Navidades de por medio, la cosa empieza a teñirse de un matiz apocalíptico que ni os cuento. Y menos mal que mi familia no conoce la profecía maya que afirma que en veintitrés días se acaba el mundo, porque entonces me hubieran partido una pierna con tal de que no cogiera el avión al DF.

En fin, aterricé un cálido domingo invernal en Granada y me estaba esperando mi clan gitano familia en el aeropuerto: mi padre, mi madre (con los pies vendados porque la acaban de operar), mis dos hermanos, mis tíos, mis primos y mi abuelita favorita. A la otra no la pudieron traer porque tiene demencia senil, que si no, allí estaría también. Todos sonrientes y felices de verme. Qué primores. La verdad es que fue un día divertido: comimos todos juntos en un restaurante y luego mi abuelita nos invitó a todos a café y helados en una pastelería preciosa del centro. Lástima que mi abuela, que luego ha pasado dos días con nosotros, me dijo tropecientas veces que ya no la veré antes de morirse. Hay cosas que ni la felicidad familiar pueden cambiar.

El resto de los días hasta hoy jueves han pasado en calma y tranquilidad, dejándome querer por mi madre, que está de baja por su operación. Los dos sentaditos en el brasero, tomando cafés y charlando animadamente. Lo duro ha llegado al venir a despedirme al aeropuerto. Me he puesto en la fila para pasar el control de seguridad y ahí estábamos ambos, mirándonos y sonriendo, y con los ojos cada vez más llorosos. Y claro, la miraba y estaba casi llorando, y me daban ganas de llorar a mí, y esto durante diez minutos; ya he dicho alguna vez que mi madre y yo tenemos tendencia a la tragedia. Así que he pasado el detector de metales con los ojos como tomates, y nada más decirnos adiós por última vez me ha dado por llorar, venga a llorar, pensando en los siete meses, en la Navidad y en lo mucho que quiero a mi familia, aunque no lo quiera reconocer. Y nada, carrera al baño, agüita en la cara, la vergüenza de que todo el mundo te mire... Y una voz por megafonía que, de repente, resuena en todo el aeropueto: "Atención, el pasajero que se ha dejado una maleta pequeña negra, pase por el control de seguridad para recogerla". Evidentemente, más vergüenza y risitas de los policías al ir a por ella. Mamá, te quiero mucho, y qué trabajo me cuesta quererte como te quiero, que dice la copla.

Al final he llegado a casa a las doce y a las doce y tres minutos ha sonado el teléfono: mi madre. Que si había llegado bien. Y me ha contado que iban en el coche y veían mi avión encima, que seguía durante un rato la misma ruta que ellos, pero bastantes kilómetros más arriba. Entonces mi padre le ha quitado el teléfono y me ha dicho: "Tu madre ha estado mirando el avión durante quince minutos, con la lagrimilla y diciendo Ay, mi niño, que se me va mi niño...". Para ponerse a llorar otra vez, ¿verdad? Está claro soy un niño de mamá... Pero mi madre es, definitivamente, una mamá de su niño.

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