jueves, 5 de septiembre de 2013

Soy colérico

Según la Real Academia, cólera es 'ira, enojo, enfado'. La cólera tenía una presencia importante en la mitología grecorromana, sobre todo en relación con las acciones de sus dioses: es un sentimiento que tiene una causa y que conlleva una acción magna y desproporcionada contra los destinatarios de esta ira, ya sean o no culpables de la misma. Famosa es la cólera de Démeter cuando descubre el rapto de su hija Perséfone, que retira del mundo la fecundidad de la tierra; las diversas venganzas de Hera, llevada por la ira a causa de las infidelidades de su divino esposo; o la cólera de Aquiles, que lo lleva a no luchar primero, y a enfrentarse a Héctor después. Lo que parece claro es que se define un sentimiento desmesurado de enojo que se siente por una causa definida, y en ese sentido puedo decir que acabo de sentir una cólera desproporcionada.

El motivo de una cólera de proporciones míticas es esta noticia que he leído en El País: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/09/05/actualidad/1378401232_134363.html . En ella se explica cómo el (des)gobierno de España ha llevado a cabo una campaña de difusión en prensa y radio para evitar la llamada violencia de género, titulada Hay salida. La violencia y la muerte de una mujer a manos de su pareja (o de un hombre, pero hay que admitir que hay una gran mayoría de casos sufridos por las mujeres) es una de las lacras más antiguas y vergonzosas de la sociedad española, pues a pesar de los avances democráticos y de la toma de conciencia generalizada que se ha desarrollado en los últimos años, nos encontramos de alguna manera en un punto muerto, puesto que parece imposible erradicar los últimos rescoldos de estas conductas machistas, violentas y asesinas. Por eso esta campaña y todas las que se realicen me parecen de especial importancia, y creo que tienen un efecto positivo y necesario en la sociedad española actual. Estoy, quiero que quede claro, a favor del efecto de esta campaña. Aquí la dejo, porque me parece útil, y su mensaje, positivo.


Por eso no puedo menos que sentir cólera, indignación y menosprecio cuando un estudio estadístico demuestra que los fondos destinados a semejante campaña se han utilizado con fines políticos, ideológicos y partidistas. Sé que frente a los miles de millones de Barcenas, a las adjudicaciones por eventos o a los sobornos por construcciones y contratas, esto puede parecer un mal menor, pero yo no lo creo así. Es especialmente importante porque se está utilizando ideológicamente un grave problema social que atañe a la dignidad de miles de mujeres y de víctimas de la violencia, y porque demuestra que el Ministerio artífice de la campaña no está pensando en crear un instrumento de mejora de las condiciones sociales en las que vivimos, sino que está ideando un método de financiación de los medios de comunicación afines a su línea ideológica. 

De esta forma, la noticia demuestra que el sufrimiento humano y el padecimiento de los ciudadanos que representan está siendo utilizado para manipularlos, para mentirles, para estafarles. Porque lo importante de esta campaña no ha sido a cuántas personas ha llegado, ha convencido o ha cambiado; lo importante para esta gente es a cómo mediante un problema social se puede financiar unos medios conniventes con su política, que consiste, por lo visto, en alimentar su propio y vacuo discurso.

Dice el refrán que a cada cerdo le llega su San Martín. El problema es que San Martín está tan ocupado en estos tiempos, que va a tener que pedir ayuda al resto del santoral... y quizá se quede corto. 

martes, 20 de agosto de 2013

Soy memorioso

Cualquiera que me conozca sabe que me gusta mucho hablar. Sé que puede ser un defecto, pero yo necesito la conversación, al extremo de que a menudo el silencio me parece incómodo, una muestra de que a la persona que me acompaña le desagrada mi compañía. Por eso cuando me pongo nervioso hablo no ya por dos, sino por tres o cuatro.

Gracias a ello, sin embargo, las personas a mi alrededor me cuentan muchas cosas, y además, me gusta mucho escuchar, sobre todo, a mi familia. De niño me gustaba estar atento a lo que contaban mis abuelos y mis padres sobre sus vidas o, por qué no, sobre la mía, cuando era demasiado pequeño como para guardar ciertas cosas en la memoria. Yo conozco montones de historias sobre cómo se conocieron mis abuelos y cómo se casaron, cómo se las apañaban para llegar a fin de mes, qué comían en la desolada posguerra, qué inventos hacía mi abuelo para que sus hijos estudiaran, cómo mi abuela iba a la peinadora cada mañana para que le hiciera un moño. He escuchado a mis padres relatar la vida cuando estudiaba en colegios fuera de casa, los suspensos que tuvieron, los exámenes de oposiciones, la popular "mili", las farras con sus amigos. Me han explicado muchas veces sus viajes de seis o siete personas en coche de Jaén a Colonia, en Alemania, y el regalo de mi abuela paterna cuando me bautizaron, una bicicleta que no pude usar hasta los 8 años. De todas esas cosas, y muchas más, me enteré porque pasé tardes enteras hablando con ellos y escuchándolos.

En muchas novelas se recurre, igualmente, a la misma imagen-cliché: la familia reunida por la tarde, sentada cómodamente y conversando al calor del hogar. Menos idílico, pero igualmente conversacionales, se me presentan las escenas en el pueblo de las familias sentadas en la puerta de la casa, luchando contra el calor, comiendo pipas y contándose esto y aquello, lo que cada uno pudiera recordar. Todas esas cosas conforman la memoria y llenan la vida de recuerdos. Las escenas de familias en las que sus miembros, cada cual con su teléfono móvil, permanecen en habitaciones diferentes, cada una equipada con ordenador y televisión, conforman una realidad muy actual que contrasta muchísimo con lo anterior.

Hoy en día, eso sí, nos comunicamos mucho más: facebook, wathsapp, aplicaciones que no sé ni escribir, videoconferencias... Y, sin embargo, me viene a la mente una viñeta de Maitena en la que la chica preguntaba a la madre que cómo se comunicaba la gente antes de internet y las nuevas tecnologías; la madre, muy tranquila, le comenta: "hija, la gente no se comunicaba, se hablaba". 

No es con afán de crítica, es solo testimonial, pero creo que efectivamente nos comunicamos mucho y hablamos poco, y mucho menos con las personas de nuestro entorno familiar: nuestros padres, abuelos, hijos, primos... El problema es que, por lo mismo, ya no tenemos memoria: en España era raro que mis alumnos, jóvenes de 17 y 18 años, supieran cómo vivieron sus abuelos la guerra civil, en qué bando lucharon o por qué, o cómo vivieron sus padres la transición. "Eso es historia antigua", dicen algunos. Pero sus padres  y sus abuelos, en su mayoría, viven.

Esta reflexión me vino a la mente con la tan cacareada reforma energética mexicana, aunque parezca mentira. Yo no tengo la máxima verdad sobre el asunto porque lo veo todo a través de mi condición de extranjería, pero sí que tengo bastante claro que lo que se está haciendo es un atentado a la Memoria: a la de la lucha revolucionaria, por supuesto, pero también a la propia historia del petroleo en México, de su nacionalización, de su idiosincrasia. Escuchar la propaganda oficiosa diciendo que ahora se cumplirá el propósito de Lázaro Cárdenas no solo es un disparate, sino también un ataque contra la memoria colectiva, una memoria que no se enseña en las escuelas (parte innegable, por desgracia o por suerte, del aparato estatal), sino en el conocimiento de aquello por lo que lucharon los padres, los abuelos, los héroes del México del pasado. Una memoria que pretende rehacerse, destruirse y reconstruirse, pervertirse, utilizarse...

Yo no conozco tanto la realidad social de México como para saber si sus jóvenes han recibido esa Memoria. Pero quizás sería bueno que todos nos dediquemos a hablar un poco más con nuestro pasado, aunque sea a costa de comunicarnos un tanto menos con nuestro presente.



lunes, 6 de mayo de 2013

Soy (casi) bibliotecario

Ya he comentado alguna vez que el ruido en las bibliotecas de la UNAM es una de las cosas más molestas que uno se pueda imaginar, pero hoy me voy a dedicar a explicar específicamente cómo es una de las bibliotecas en las que, para mi desgracia (y debería ser mi placer), pasó gran parte del tiempo: la Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras.

El bueno de Samuel Ramos fue un filósofo mexicano que terminó dirigiendo la Facultad, allá por los años 40. Supongo que como filósofo este estupendo señor era partidario del pensamiento racional y organizado, por lo que me estremezco al pensar lo que le ocurriría a D. Samuel si volviera de entre los muertos, al más puro estilo zombi, e intentara entender los criterios que rigen la ordenación de los libros de la biblioteca que lleva su nombre. Como mínimo, se dedicaría a morder a todos los que trabajan en dicho lugar, y con suerte el virus de los no-muertos los llevaría a pasearse por las calles del DF, dejando de lado su nefasta labor como bibliotecarios.

Y es que la Biblioteca de mi facultad es, como dice el lugar común, un caos. En primer lugar, y en contra de cualquier criterio lógico, es imposible renovar los libros por internet. Prácticamente cualquier biblioteca de la UNAM permite la renovación electrónica, pero Letras, no. El motivo por el cual esto acontece, sobre todo teniendo en cuenta que todo el catálogo está informatizado, escapa a mi comprensión y a la de cualquiera que pertenezca a la especie humana. Porque lo peor es que el funcionamiento de ese catálogo electrónico es, cuanto menos, absurdo. Ejemplo: buscamos La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, importante escritor mexicano que, por lo tanto, casi nadie conoce. Según el catálogo, hay tres ejemplares: uno prestado y dos "en estantería" [sic]. Uno camina a la estantería correspondiente esperando ver dos ejemplares... ¡Error! ¡A quién se le ocurre pensar que lo evidente es lo probable! Los libros no se hallan en el indicado lugar. No están. Paso siguiente: preguntar al responsable. Y este te dice: "¡Ah! Pues o están prestados, o los han robado... (textual). Le indicas que el catálogo dice que hay dos "en estantería". Respuesta, y aquí viene lo gordo: "Bueno, el catálogo no está actualizado, no te guíes por lo que dice, porque nunca coincide con la realidad". ¡Claro, cómo no se me ocurrió antes! Pero entonces... ¿¡para qué narices sirve el catálogo!?

Desde fuera, la Biblioteca no nos da pistas del horror que
en ella se oculta...
Se me olvidaba añadir en el proceso anterior otro interesante fenómeno de nuestra biblioteca, que afecta, ahora sí, a los que trabajan en ella. Parece ser que un requisito fundamental para entrar en estos puestos es no conocer el orden alfabético ni el numeral. Tal cual. Porque si no, no se explica que ningún libro esté en su sitio, que los libros cuya signatura empieza por V estén antes o intercalados que los que comienzan por U, y que uno busque por XXXX.25 y aparezca antes que XXXX.2. Y no me lo estoy inventando, me ha pasado muy frecuentemente. Para ser justos, algunos usuarios que merecerían la muerte (y no exagero) "ocultan" los libros que necesitan cambiándolos de lugar, pero muchos otros fenómenos son a todas luces de ordenación, o, mejor dicho, de falta de la misma.

Por todo ello, mis mañanas y mis tardes en la biblioteca se me van en sacar libros que encuentro mal puestos, hacer una montaña y llevarlos al carro, para que los vuelvan a colocar, con la ilusión de que esta vez vayan a parar a su sitio. Y es que la esperanza es lo último que se pierde, y parece que yo crecí con grandes cantidades de esperanza... y quizá de paciencia. Aunque creo que nuestra biblioteca va a acabar por dejarme sin reservas de esta última.

jueves, 11 de abril de 2013

Soy cocinero (malo)

Odio cocinar. En serio, lo detesto. Y, por extensión, las cocinas no me parecen nada del otro mundo. Cuando están nuevas y limpias puedo pensar "¡oh, qué bonita es!", pero, en serio, no me imagino cocinando en ellas feliz y contento. Paradójicamente, paso muchas horas en mi actual cocina, sobre todo fregando cacharros sucios, cosa que tampoco soporto, pero aguanto mejor que verlos acumulados y llenos de grasa.

¿Y qué tiene que ver esto con México? Pues que, desde que estoy en el DF, cocinar se ha vuelto aún más complicado. La culpa de esto la tiene en parte que vivo con un cocinero magnífico, de esos a los que les sale bien todo y que son capaces de inventar cosas nuevas. Yo no. Me limito a hacer lo que ya sé y, si algún día me propongo hacer algún plato español, que los hecho en falta, me ajusto a la receta como si me fuera la vida en ello. ¡Cómo sufro, Señor, cuando intento hacer por primera vez un cocido, unas habichuelas, unas migas...! Porque no es que me lo vaya a comer solo yo, es que el prodigio de la cocina que vive conmigo tiene que comérselo, y eso me provoca una tensión que para qué. Cocinar para otros es lo que me ha costado más siempre. Eso sí, si sale rico, no puedo evitar querer que lo pruebe todo el mundo, en plan niño chico: "¡Lo he hecho yo! ¡Lo he hecho yo!". Sí, soy así de incoherente.

Otra cosa bastante desesperante es ayudar a cocinar a un mexicano. Y lo digo porque, en primer lugar, no todos los utensilios y los alimentos se llaman igual. Ahora ya no tanto, pero al principio era un diálogo de besugos. Ejemplo:

-Esto ya está. ¿Lo pongo en una fuente?
-¿En cuál, en la que está en medio de la plaza?
-Me refiero a esto (señalando, en plan hombre prehistórico, uka, uka).
-Eso es un refractario (primera noticia). ¿Puedes poner los platos?
-Ajá (y saco dos platos llanos normales).
-No, esos no, estos.
-¿Eso no son cuencos?
-No, son platos hondos. Y pon aceite para calentar los frijoles, por favor.
-¿De este? (Señalando el de oliva, el de allá, vamos).
-¿De oliva a los frijoles? Del normal, que ese es caro.

Y así hasta el infinito. Si a eso le sumas que voy preguntando todo porque no sé cocinar, entiendo que al final el otro se altere, pobre, al lidiar con mis preguntas, unas pertinentes y otras, no tanto. En fin, como dicen por ahí: "Diosito, dale paciencia para no desesperar".

miércoles, 6 de marzo de 2013

Soy treintañero

Cumplir años es una de esas cosas que nos hacen mirar atrás y acometer un balance de la vida hasta el momento presente; lo mismo ocurre la noche de fin de año o, para los que seguimos en la vida académica, el día que acaba o que comienza el curso escolar. Esta sensación entre nostálgica y esperanzadora es todavía más fuerte cuando se entra en una nueva década. Y hoy se cumple una semana desde que cumplí años y soy, oficialmente, treintañero, por lo que puedo relatar brevemente qué he sentido y qué he recordado esta semana.

Cuando yo era adolescente me imaginaba los treinta años como una época de consolidación. Pensaba que  entonces tendría un hogar feliz, con una pareja que me quisiera y un trabajo que me gustara, y, por supuesto, que no tendría problemas económicos. ¡Ah, dulce inocencia de la pubertad! Nunca tuve menos problemas con el dinero que en aquella época. Ahora veo amontonarse las facturas y los plazos de la hipoteca y sueño con una máquina del tiempo que me devuelva a esa edad, cuando lo peor que me podía pasar era no poder ir al cine. Lo más desagradable es que la solución es la misma que a los 15 años... "¡Hola, amados padres! ¿Podéis darme dinero?". En realidad, lo único que han cambiado son los gastos, pero no las consecuencias de no poder afrontarlos...

Es cierto, por otra parte, que lo del trabajo y lo de la casa propia sí que lo conseguí, incluso mucho antes de los treinta: a los 23 tenía mis oposiciones, y a los 27, mi pisito. Aún más, tener piso me ha llevado a la relación más estable de mi vida: la que mantengo con el banco, que durará, plazos mediante, hasta el mismo año de mi jubilación. Ya se sabe: lo que la Hipoteca ha unido, no lo separará jamás el hombre. Pero, volviendo a trabajo, está muy bien tener una ocupación segura para toda la vida. Lástima que mis circunstancias hayan sido otras, y que no me lo pueda traer a México... Pero bueno, visto por el lado positivo, siempre tengo dónde volver si todo lo demás falla.

Una de las cosas más problemáticas de cumplir treinta años, sin embargo, no es el choque entre lo que uno esperaba y lo que uno tiene. Lo más difícil, como dice Maitena, es lo que le pasa al envase: nuestro cuerpo se niega a ser lo que era a los quince años. Las enfermedades nos postran en la cama y las resacas nos duran toooodo el domingo... Pero sin duda lo peor es que ahora nos molesta el ruido, nos quejamos si hay fiesta en casa hasta las dos, no nos apetece comer guarrerías, nos horroriza la suciedad... Sí, amigos: nos hemos convertido en nuestros progenitores. En mi caso, me sorprendo diciendo frases maternas que juré y perjuré no decir jamás, lavando todo lo que se puede lavar en casa o haciendo comida en masa para congelar. Y yo me pregunto: vale que "el tiempo vuela", pero... ¿es necesario que me aplaste como si lo hiciera en un avión transoceánico?

lunes, 25 de febrero de 2013

Soy amante del silencio

No lo supe hasta llegar a México, pero resulta que soy un enamorado del silencio. Es curioso, pero el silencio no se nota hasta que vive uno la experiencia de vivir rodeado de ruido. Porque el ruido es, quizá, lo que más llama la atención de la Ciudad de México, al menos, para los que no estamos acostumbrados. No hay rincón en el cual pueda uno escapar a las ondas sonoras. 

Mi casa, por ejemplo, está situada en uno de los barrios más tranquilos de la urbe, la llamada Delegación Coyoacán, mas ni aún así se libra uno de las molestias acústicas. De entrada, mis compañeros de vivienda son estupendos, pero hablan y escuchan música a unos decibelios que no son normales. Y a cualquier hora del día. Al principio yo pensaba que habría que hablarles en el mismo tono, porque solo un sordo puede necesitar tal volumen. Pero no, oyen bien, es solo una característica auditiva mexicana o, al menos, chilanga.

Otra cosa que asalta la paz del hogar es la agresión sonora externa, pues en las calles de México todo suena: por ejemplo, a cualquier hora del día pasa un señor que toca una campanilla absolutamente estridente, que recuerda a la santa campana que tocaba durante la misa en el momento de la consagración. Sin embargo, sus motivos son mucho menos sacros: está avisando a la vecindad de que acaba de estacionarse el camión de la basura, así que hay que sacar las bolsas a toda velocidad: pura religión posmoderna. Otro de mis sonidos preferidos proviene de la venta ambulante: de nuevo a cualquier hora, incluso la más intempestiva (por ejemplo, las 8 de la mañana de un sábado), puede pasar cualquier pobre diablo anunciando su mercancía. Pero no lo hace a grito pelado, pobres gargantas. Llevan una grabación monótona e insistente que, a fuerza de escucharla diariamente, la repito sin cesar durante todo el día: Compren-susricos-tamales-guaxaqueeeeñooooos... Tamales-calientitoooooos. Y así eternamente, en una letanía diaria de un cuarto de hora. Los que sí gritan, siempre en el mismo tono, son los vendedores ambulantes del metro, verdadero atentado contra la originalidad: Señor, señorita, hoy le traigo a la venta [inserte cosa inútil aquí], producto de moda, producto de novedad... Diez pesos le vale, solo diez pesos...

Pero lo que más detesto de todo es el ruido de la vida universitaria. La biblioteca, más que un lugar de estudio y recogimiento, es el lugar de la tertulia y de la conversación, con la ventaja (para los enemigos de mis pobres nervios) de que no hoy que pagar un café para sentarse alrededor de una mesa. Resulta irónico cómo se habla a grito pelado bajo carteles gigantes que, inocentes ellos, invitan al silencio. También molesta mucho el hecho de que, por los pasillos, se habla y se ríe en el volumen chilango habitual, aunque al otro lado de los finos muros uno intente seguir el ritmo de una clase, ya que además el profesor, de puro acostumbrado a las estentóreas voces mexicanas, ni se da cuenta del problema y sigue a lo suyo, muy metido en la decadencia del mundo occidental. 
Harmonipán (u organillo, como yo lo llamo) y
dos torturadores, dispuestos a accionar la
manivela del instrumento... de tortura.

Solo hay algo que supere el hecho anterior dentro del odio al ruido que estoy desarrollando: los organillos de las calles. ¿Quién les ha dicho que su "música" gusta a alguien? Es más, ¿por qué se autollaman músicos? ¡Si lo único que hacen es dar vueltas a una manivela! De ser esta asociación cierta, podríamos llamar artesanos a los miles de adolescentes que se masturban sin parar a lo largo del día... Aunque no los odiaríamos tanto porque ellos, al menos, se encierran en el baño y, a su manera, se dedican con fervor a honrar el silencio.

sábado, 9 de febrero de 2013

Soy comparñero de la soberbia

Tras dos semanas de asistencia a mi Maestría en Letras (Literatura española) en la UNAM, junto con un largo proceso de meses intentando superar la asignatura de tramitología, puedo dar y voy a dar una opinión más o menos exacta de en qué consiste la llegada a esta universidad y, en concreto, a la Faculta de Filosofía y Letras, en palabras de la coordinadora de la maestría, la mejor de Latinoamérica en el ramo. Y creo que, en parte, tiene razón.

En lo relativo a las clases, tanto profesores como materias son extraordinarios. En serio, me han sorprendido muy gratamente tanto la sabiduría y la experiencia de los docentes, que saben de verdad su materia y mil y un temas más relacionados con ella, como el sistema de clases, basado verdaderamente en leer literatura, teoría y crítica para reflexionar, escribir, comentar en clase y, en definitiva, aprender. En mi opinión, ambas cosas están a un nivel mucho más alto que en España, al menos, en las dos universidades que conozco: la Universidad de Málaga y la de Barcelona. No quiero decir con esto que no tuviera antes profesores estupendos y materias provechosas, que los tuve, pero también me encontré con profesores mediocres (que son legión, en realidad) con los que aún no me he topado en mi nueva facultad. Mas, siguiendo las leyes más elementales del pesimismo realista, seguro que todo llegará.

La cara y la pose de la Minerva (según creo) que simboliza
la Facultad ya indica lo que el hartazgo de soportar a
semejantes soberbios diariamente puede hacer a tu
salud mental.
Lo que sí que es digno de comentar, por execrable, es el ambiente universitario de mis compañeros de maestría. Curiosamente, siendo una facultad de letras, hay un número considerable de hombres estudiando literatura, cosa que me alegró al principio, porque me parecía otra ruptura con mi realidad pasada. ¡Qué equivocado estaba! Y no en que hubiera más hombres, que los hay, sino en alegrarme. El 80% de los estudiantes varones que he conocido consideran, sin paliativos, que son lo mejor que durante el siglo XX se ha parido en México. Se trata de una caterva de muchachos que se denominan sin pudor, a su tierna edad, intelectuales, y que citan a un crítico cada vez que dan una opinión, cosa que ocurre con tanta frecuencia como aparecen nuevos políticos corruptos en España. Opiniones, por supuesto, que están a la altura de los principales críticos y teóricos de la disciplina, a los que se permiten corregir sin ningún tipo de paliativo ni muestra de humildad. 

Lo mejor es cuando introducen lo que mi ex denominaba, con tino y muy acertadamente, preguntas-ponencia: ante el incauto profesor, que ha dicho amablemente que planteemos las dudas que nos sugiere el texto, el futuro Premio Nobel diserta una larga perorata sobre todas sus opiniones, críticas y comentarios del texto, con convenientes puntualizaciones que remedien el escaso nivel intelectual del mismo. Discurso que, por supuesto, no interesa a nadie, y, para más inri, acaba con un servidor preguntando, reconozco que con toda la mala intención  de dejarlo en evidencia, que en mi humilde opinión tal aserto no tiene nada que ver con lo que se trata y que, además, se está equivocando, porque si sabe leer verá que el documento dice exactamente lo contrario de lo que critica. No, no es broma, pasó exactamente así, con el compañero de al lado dándome codazos para demostrar la hilaridad que le provocaba la situación.

Otro tipo de personaje divertido de comentar e imposible de aguantar es el que yo llamo "el apuntador". Los apuntadores son aquellas buenas gentes que, en su espíritu de hacerse notar en todo momento y demostrar que han leído muchísimo más que cualquiera en todo el orbe, van apostillando al profesor cada vez que este nombra algo que conocen. Por ejemplo, el profesor dice: "Pepito Pérez publicó en tal revista", y se oye por lo bajo, pero en un eco perfectamente audible (porque la gracia es que el profesor sepa quién lo dice y qué sabe), algo como: "Sí, la que editaba Fulano de Tal". Y así, cada tres o cuatro apuntes del profesor, el muchacho complementa nuestro conocimiento y, de paso, nos aburre hasta el infinito. Prodigio de memoria, hace sus comentarios mirando al profesor y asintiendo conforme va hablando, dando su aprobación a lo que el docente, creo que muy sufrido, intenta explicar.

He de decir en su defensa que quizá los estoy prejuzgando, porque apenas los conozco: mediocre y un tanto irritante, porque últimamente voy cortando estas cosas todo lo que puedo para no volverme loco, aún no se han dignado a tomar un café tras las clases, a pesar de mis continuas invitaciones. Las chicas son mucho más majas, dónde va a parar: preguntan y comentan sin problemas, cosa que no critico; hacen comentarios inteligentes y charlan un ratito antes y después de clase sin nombrar a Proust. Creo que, por ahora, es lo máximo a lo que puedo aspirar.

viernes, 1 de febrero de 2013

Soy amante de los autobuses: estancia y regreso

En primer lugar, pido disculpas por tan largo tiempo sin escribir, pero he estado ocupado intentando aprobar una materia fundamental: Tramitología en México. Ya comentaré en otro momento cómo me ha ido, mas ahora quiero explicar cómo fueron mis vacaciones en Hermosillo y el regreso a mi nueva casa.

Pasar unas vacaciones en Hermosillo es como pasarlas en un pueblo en el campo: no sabes muy bien a qué vas, pero tienes claro que vas a comer como un cerdo. Y es que en Hermosillo, capital de Sonora, el turismo consiste en visitar sus hermosos paisajes y sus puestas de sol, pero poca cosa más. Al menos, con los oriundos de la zona, porque el plan habitual consiste en reunirse a comer carne asada, juntarse para preparar carne asada, ir a comprar para preparar carne asada y, si sobra tiempo tras semejantes atracones, planear futuras carnes asadas. Delicioso, aunque poco variado. A decir verdad, a veces se realizan otras actividades, tales como ir a comer burros percherones, taco-fish, carne con chile o cagüamanta (y que me disculpen si no se escribe así, pero así me suena al oído). Toda una ruta gastronómica, que se riega de litros y litros de una cerveza que yo llamo agua con gas, porque está tan floja como el pis que te produce cada media horita.

Menos mal que Alex es una persona leída y escribida, por lo que decidimos llevar a cabo una actividad no gastronómica: visitar el MUSAS, el Museo de Arte de Sonora. Un edificio moderno, impresionante, con un diseño atractivo, exposiciones interesantes... y vacío. Ni un alma. Ni moscas, por no haber. Estuvimos solos el 90% del tiempo. Y no tiene ausencia de público por ser caro: es gratis. Totalmente gratuito. No es que me guste criticar, pero no creo que estos datos dejen en buen lugar el índice de interés cultural de los hermosillenses. Esto teniendo en cuenta que, aparte de lo que puedas encontrar en grandes centros comerciales (estos sí, atestados de gente), solo hay una librería en la ciudad. Justo es decir que la Universidad de Sonora tiene algunas librerías especializadas, pero considérese que Hermosillo tiene más de 800.000 habitantes...

Una cabaña parecida a la que alquilamos en Heber-Overgaard.
Eso sí, la juventud de Hermosillo es divertida, entretenida y osada. Es por eso que nuestro grupito de siete personas decidió pasar Año Nuevo en Arizona, en un pueblecito en la montaña nevada. Para llegar,alquilamos un coche, lo cual fue otra gran aventura llena de generosidad y altruísmo en la que no voy a entrar. Se podría escribir una novela del viaje. En primer lugar, nos pararon en Nogales, en la frontera con USA, para revisar los visados de mis amigos mexicanos. Mas, al ser yo europeo, no requiero visado, sino enseñar el pasaporte y haber rellenado unos datos por internet. El problema es que los policías fronterizos no están acostumbrados a que entren europeos por tierra, y baste decir que uno de ellos, que nos paró un tiempo después, exclamó al recibir mi pasaporte una sonora expresión que aún retumba en mi cabeza: What the fuck!? El caso es que en aduanas nos pasaron a una especie de cárcel (eso sí, con muchos please y amables cartelitos explicativos) para comprobar nuestros datos y revisar nuestro coche.

La cosa hizo que nuestro viaje se alargara bastante y, horas después, llegó el momento épico: dos de la madrugada, todos medio dormidos, y yo conduciendo un coche alquilado en mitad de una tormenta de nieve que no dejaba ver más allá de dos pasos. Me ofrecí a hacerlo porque, aunque no tenía un permiso de conducción válido en USA, era el único que había vivido en una montaña y que había visto nieve habitualmente. Yo no decía nada mientras todos dormían, pero nos imaginaba hechos papilla en el fondo del próximo barranco, que era imposible ver con la nieve. El coche patinaba, literalmente, sobre la nieve congelada. Me sobró peligro como para no practicar deportes de riesgo nunca más.

En fin, que nuestra estancia posterior fue estupenda, ya se supone, era todo precioso. La vuelta a Hermosillo no tuvo mayor problema, más que la prisa por que Alex no perdiera un avión, historia esquizofrénica que ya contaré en otra ocasión. Lo que cierra este ciclo es mi regreso al DF, que hice en autobús para ahorrar, y que duró, más o menos, 31 horas. Sí, así es. Muchos amigos se echan las manos a la cabeza cuando lo explico. Pero, la verdad, después de pasar dos horas conduciendo en la tormenta de nieve, encontré ese día y medio de viaje un paréntesis de relax casi merecido. Y es que, como dice el refrán, cada uno cuenta la feria como le va en ella.

miércoles, 9 de enero de 2013

Soy amante de los autobuses: la ida

¡Hola de nuevo! En primer lugar, disculpas por estos largos días sin mí, espero que lo hayáis soportado. He estado de vacaciones en diversas partes de México y EEUU, por lo que no he tenido ni momento ni servicio de internet continuo para escribir. Pero aquí vuelvo de nuevo con mis aventurillas mexicanas, y ya aviso: las próximas entradas van a tratar distintos asuntos de mis viajes. Ahí es nada.

El primer aspecto que he de tratar de manera obligatoria es el uso del autobús interurbano en México. Una cosa digna de mención. Jamás en mi vida había tenido experiencias así: exóticas, diferentes, emocionantes... y, sobre todo, largas, muy largas. Porque México es un país de 2 millones de km2, el decimocuarto más extenso del mundo. Imaginaos lo que puede ir desde Hermosillo, que está prácticamente en la frontera con USA, muy al norte, hasta Ciudad de México, que está mucho más al sur. Pues eso es lo que he hecho yo en autobús, en camión, que se dice por estas tierras, tanto de ida como de vuelta. Qué le íbamos a hacer, era la manera más sencilla de ahorrar. Me voy a centrar por ahora en la ida a Hermosillo, un viaje lleno de emociones.

Dentro de la Terminal México Norte hay una Virgen de Guadalupe, 
seguramente para que los viajeros puedan pedir no morirse de 
asco en las tan largas horas de viaje que les esperan.
Dentro de lo que cabe, la ida fue bastante bien, pero empezó mucho peor que la vuelta. Resulta que incluso dentro de la Ciudad de México las distancias son extensísimas, y en ir de un lugar a otro puedes tardar más de una hora perfectamente, aún cogiendo el metro. Mira que teníamos tiempo, es más, nos sobraba. Pues sí,  ¡bingo! Se nos hizo tarde y venga a correr de un metro a otro, desesperados, cargando maletas, para llegar, evidentemente, tarde. En el camino, además, nos dimos cuenta de que Alex se había dejado la visa para entrar en EEUU; catástrofe total, porque teníamos pensado cruzar la frontera en Año Nuevo, como contaré próximamente. Menos mal que, llegados a la estación, con un humor de perros, tuvimos la suerte de que la compañía de autobuses nos cambiara los pasajes perdidos por otros dos en el autobús que salía una hora después. Ahí ya volvía respirar... bueno, casi respirar. Porque la estación, llamada México Norte, estaba a rebosar de gente. Miles de personas, lo digo en serio. Solo la cola para llegar a los andenes duraba como cuarenta minutos... y luego, los andenes. Si la estación estaba llena, los andenes estaban a reventar. Incluso me acordé de la tragedia del Madrid Arena, porque estábamos como piojos en costura. Salimos como treinta minutos tarde, mas poco tiempo me parece, con la cantidad de raza que allí había.

El autobús en cuestión, por lo demás, estaba genial. En España no los hay así, o al menos no los he visto: sillones muy cómodos, reclinables hasta casi hacer una cama, con merendola incluida, televisión, cascos, baños decentes... y lo mejor, un reposapiés que me encantó. Se nota que aquí, con tantas distancias, necesitan ir cómodos. Además, que casi lo olvido: por ser estudiante o profesor, ¡se paga la mitad! Es lo mejor que tienen las comunicaciones en México, la verdad. 

En fin, que nos hicimos nuestras doce o trece horitas hasta nuestra parada turística intermedia, Mazatlán, una ciudad costera junto al Pacífico que ya reseñaré en otra ocasión. Porque lo que ahora interesa es el viaje en bus, y viajando hacia el norte tiene un inconveniente: los controles antridroga. Cada pocas horas soldados del ejército detienen el autobús, hacen bajar a los pasajeros, lo revisan, abren o pasan por un escáner parte de las maletas y te dejan ir. Que a ver, entiendo la utilidad, por el tema del tráfico de estupefacientes, pero que te despierten cada tres horas para un control tras otro te deja medio tonto. Además, está el tema de que yo no había visto metralletas de verdad en mi vida, y en México me estoy hinchando. Ya casi no les tengo miedo, un día les voy a pedir que me las preste, a ver qué tacto tienen. Y luego, casi lo olvido, están los vendedores: mientras estás ahí te venden lo que sea, como en cualquier lugar de México: de comida a llaveros, pasando por pilas o muñecas de hilo.

La última sorpresa vino con el autobús de Mazatlán a Hermosillo, a la noche siguiente: no era ya mi adorada compañía anterior, sino otra bastante peor llamada TAP. Es como ir en un bus similar, pero todo de calidad inferior y con olor a pies. Una peste a pies que tiraba para atrás. Por cierto, Alex todavía tiene que tener humedades en el culo, porque su asiento estaba encharcado. Mejor no preguntar de qué. Y, encima, al llegar a Obregón, parada de una hora para repostar y limpiar el autobús. A las 5 de la mañana, una hora estupenda, que alguien te dice "hola" y te lanzas a asesinarlo.

Menos mal que ya sobre las 10 llegamos a Hermosillo, doloridos, pero felices, para comenzar nuestras fiestas navideñas. Un día de estos, espero que pronto, os cuento cómo sobreviví.