miércoles, 9 de enero de 2013

Soy amante de los autobuses: la ida

¡Hola de nuevo! En primer lugar, disculpas por estos largos días sin mí, espero que lo hayáis soportado. He estado de vacaciones en diversas partes de México y EEUU, por lo que no he tenido ni momento ni servicio de internet continuo para escribir. Pero aquí vuelvo de nuevo con mis aventurillas mexicanas, y ya aviso: las próximas entradas van a tratar distintos asuntos de mis viajes. Ahí es nada.

El primer aspecto que he de tratar de manera obligatoria es el uso del autobús interurbano en México. Una cosa digna de mención. Jamás en mi vida había tenido experiencias así: exóticas, diferentes, emocionantes... y, sobre todo, largas, muy largas. Porque México es un país de 2 millones de km2, el decimocuarto más extenso del mundo. Imaginaos lo que puede ir desde Hermosillo, que está prácticamente en la frontera con USA, muy al norte, hasta Ciudad de México, que está mucho más al sur. Pues eso es lo que he hecho yo en autobús, en camión, que se dice por estas tierras, tanto de ida como de vuelta. Qué le íbamos a hacer, era la manera más sencilla de ahorrar. Me voy a centrar por ahora en la ida a Hermosillo, un viaje lleno de emociones.

Dentro de la Terminal México Norte hay una Virgen de Guadalupe, 
seguramente para que los viajeros puedan pedir no morirse de 
asco en las tan largas horas de viaje que les esperan.
Dentro de lo que cabe, la ida fue bastante bien, pero empezó mucho peor que la vuelta. Resulta que incluso dentro de la Ciudad de México las distancias son extensísimas, y en ir de un lugar a otro puedes tardar más de una hora perfectamente, aún cogiendo el metro. Mira que teníamos tiempo, es más, nos sobraba. Pues sí,  ¡bingo! Se nos hizo tarde y venga a correr de un metro a otro, desesperados, cargando maletas, para llegar, evidentemente, tarde. En el camino, además, nos dimos cuenta de que Alex se había dejado la visa para entrar en EEUU; catástrofe total, porque teníamos pensado cruzar la frontera en Año Nuevo, como contaré próximamente. Menos mal que, llegados a la estación, con un humor de perros, tuvimos la suerte de que la compañía de autobuses nos cambiara los pasajes perdidos por otros dos en el autobús que salía una hora después. Ahí ya volvía respirar... bueno, casi respirar. Porque la estación, llamada México Norte, estaba a rebosar de gente. Miles de personas, lo digo en serio. Solo la cola para llegar a los andenes duraba como cuarenta minutos... y luego, los andenes. Si la estación estaba llena, los andenes estaban a reventar. Incluso me acordé de la tragedia del Madrid Arena, porque estábamos como piojos en costura. Salimos como treinta minutos tarde, mas poco tiempo me parece, con la cantidad de raza que allí había.

El autobús en cuestión, por lo demás, estaba genial. En España no los hay así, o al menos no los he visto: sillones muy cómodos, reclinables hasta casi hacer una cama, con merendola incluida, televisión, cascos, baños decentes... y lo mejor, un reposapiés que me encantó. Se nota que aquí, con tantas distancias, necesitan ir cómodos. Además, que casi lo olvido: por ser estudiante o profesor, ¡se paga la mitad! Es lo mejor que tienen las comunicaciones en México, la verdad. 

En fin, que nos hicimos nuestras doce o trece horitas hasta nuestra parada turística intermedia, Mazatlán, una ciudad costera junto al Pacífico que ya reseñaré en otra ocasión. Porque lo que ahora interesa es el viaje en bus, y viajando hacia el norte tiene un inconveniente: los controles antridroga. Cada pocas horas soldados del ejército detienen el autobús, hacen bajar a los pasajeros, lo revisan, abren o pasan por un escáner parte de las maletas y te dejan ir. Que a ver, entiendo la utilidad, por el tema del tráfico de estupefacientes, pero que te despierten cada tres horas para un control tras otro te deja medio tonto. Además, está el tema de que yo no había visto metralletas de verdad en mi vida, y en México me estoy hinchando. Ya casi no les tengo miedo, un día les voy a pedir que me las preste, a ver qué tacto tienen. Y luego, casi lo olvido, están los vendedores: mientras estás ahí te venden lo que sea, como en cualquier lugar de México: de comida a llaveros, pasando por pilas o muñecas de hilo.

La última sorpresa vino con el autobús de Mazatlán a Hermosillo, a la noche siguiente: no era ya mi adorada compañía anterior, sino otra bastante peor llamada TAP. Es como ir en un bus similar, pero todo de calidad inferior y con olor a pies. Una peste a pies que tiraba para atrás. Por cierto, Alex todavía tiene que tener humedades en el culo, porque su asiento estaba encharcado. Mejor no preguntar de qué. Y, encima, al llegar a Obregón, parada de una hora para repostar y limpiar el autobús. A las 5 de la mañana, una hora estupenda, que alguien te dice "hola" y te lanzas a asesinarlo.

Menos mal que ya sobre las 10 llegamos a Hermosillo, doloridos, pero felices, para comenzar nuestras fiestas navideñas. Un día de estos, espero que pronto, os cuento cómo sobreviví.

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