lunes, 25 de febrero de 2013

Soy amante del silencio

No lo supe hasta llegar a México, pero resulta que soy un enamorado del silencio. Es curioso, pero el silencio no se nota hasta que vive uno la experiencia de vivir rodeado de ruido. Porque el ruido es, quizá, lo que más llama la atención de la Ciudad de México, al menos, para los que no estamos acostumbrados. No hay rincón en el cual pueda uno escapar a las ondas sonoras. 

Mi casa, por ejemplo, está situada en uno de los barrios más tranquilos de la urbe, la llamada Delegación Coyoacán, mas ni aún así se libra uno de las molestias acústicas. De entrada, mis compañeros de vivienda son estupendos, pero hablan y escuchan música a unos decibelios que no son normales. Y a cualquier hora del día. Al principio yo pensaba que habría que hablarles en el mismo tono, porque solo un sordo puede necesitar tal volumen. Pero no, oyen bien, es solo una característica auditiva mexicana o, al menos, chilanga.

Otra cosa que asalta la paz del hogar es la agresión sonora externa, pues en las calles de México todo suena: por ejemplo, a cualquier hora del día pasa un señor que toca una campanilla absolutamente estridente, que recuerda a la santa campana que tocaba durante la misa en el momento de la consagración. Sin embargo, sus motivos son mucho menos sacros: está avisando a la vecindad de que acaba de estacionarse el camión de la basura, así que hay que sacar las bolsas a toda velocidad: pura religión posmoderna. Otro de mis sonidos preferidos proviene de la venta ambulante: de nuevo a cualquier hora, incluso la más intempestiva (por ejemplo, las 8 de la mañana de un sábado), puede pasar cualquier pobre diablo anunciando su mercancía. Pero no lo hace a grito pelado, pobres gargantas. Llevan una grabación monótona e insistente que, a fuerza de escucharla diariamente, la repito sin cesar durante todo el día: Compren-susricos-tamales-guaxaqueeeeñooooos... Tamales-calientitoooooos. Y así eternamente, en una letanía diaria de un cuarto de hora. Los que sí gritan, siempre en el mismo tono, son los vendedores ambulantes del metro, verdadero atentado contra la originalidad: Señor, señorita, hoy le traigo a la venta [inserte cosa inútil aquí], producto de moda, producto de novedad... Diez pesos le vale, solo diez pesos...

Pero lo que más detesto de todo es el ruido de la vida universitaria. La biblioteca, más que un lugar de estudio y recogimiento, es el lugar de la tertulia y de la conversación, con la ventaja (para los enemigos de mis pobres nervios) de que no hoy que pagar un café para sentarse alrededor de una mesa. Resulta irónico cómo se habla a grito pelado bajo carteles gigantes que, inocentes ellos, invitan al silencio. También molesta mucho el hecho de que, por los pasillos, se habla y se ríe en el volumen chilango habitual, aunque al otro lado de los finos muros uno intente seguir el ritmo de una clase, ya que además el profesor, de puro acostumbrado a las estentóreas voces mexicanas, ni se da cuenta del problema y sigue a lo suyo, muy metido en la decadencia del mundo occidental. 
Harmonipán (u organillo, como yo lo llamo) y
dos torturadores, dispuestos a accionar la
manivela del instrumento... de tortura.

Solo hay algo que supere el hecho anterior dentro del odio al ruido que estoy desarrollando: los organillos de las calles. ¿Quién les ha dicho que su "música" gusta a alguien? Es más, ¿por qué se autollaman músicos? ¡Si lo único que hacen es dar vueltas a una manivela! De ser esta asociación cierta, podríamos llamar artesanos a los miles de adolescentes que se masturban sin parar a lo largo del día... Aunque no los odiaríamos tanto porque ellos, al menos, se encierran en el baño y, a su manera, se dedican con fervor a honrar el silencio.

sábado, 9 de febrero de 2013

Soy comparñero de la soberbia

Tras dos semanas de asistencia a mi Maestría en Letras (Literatura española) en la UNAM, junto con un largo proceso de meses intentando superar la asignatura de tramitología, puedo dar y voy a dar una opinión más o menos exacta de en qué consiste la llegada a esta universidad y, en concreto, a la Faculta de Filosofía y Letras, en palabras de la coordinadora de la maestría, la mejor de Latinoamérica en el ramo. Y creo que, en parte, tiene razón.

En lo relativo a las clases, tanto profesores como materias son extraordinarios. En serio, me han sorprendido muy gratamente tanto la sabiduría y la experiencia de los docentes, que saben de verdad su materia y mil y un temas más relacionados con ella, como el sistema de clases, basado verdaderamente en leer literatura, teoría y crítica para reflexionar, escribir, comentar en clase y, en definitiva, aprender. En mi opinión, ambas cosas están a un nivel mucho más alto que en España, al menos, en las dos universidades que conozco: la Universidad de Málaga y la de Barcelona. No quiero decir con esto que no tuviera antes profesores estupendos y materias provechosas, que los tuve, pero también me encontré con profesores mediocres (que son legión, en realidad) con los que aún no me he topado en mi nueva facultad. Mas, siguiendo las leyes más elementales del pesimismo realista, seguro que todo llegará.

La cara y la pose de la Minerva (según creo) que simboliza
la Facultad ya indica lo que el hartazgo de soportar a
semejantes soberbios diariamente puede hacer a tu
salud mental.
Lo que sí que es digno de comentar, por execrable, es el ambiente universitario de mis compañeros de maestría. Curiosamente, siendo una facultad de letras, hay un número considerable de hombres estudiando literatura, cosa que me alegró al principio, porque me parecía otra ruptura con mi realidad pasada. ¡Qué equivocado estaba! Y no en que hubiera más hombres, que los hay, sino en alegrarme. El 80% de los estudiantes varones que he conocido consideran, sin paliativos, que son lo mejor que durante el siglo XX se ha parido en México. Se trata de una caterva de muchachos que se denominan sin pudor, a su tierna edad, intelectuales, y que citan a un crítico cada vez que dan una opinión, cosa que ocurre con tanta frecuencia como aparecen nuevos políticos corruptos en España. Opiniones, por supuesto, que están a la altura de los principales críticos y teóricos de la disciplina, a los que se permiten corregir sin ningún tipo de paliativo ni muestra de humildad. 

Lo mejor es cuando introducen lo que mi ex denominaba, con tino y muy acertadamente, preguntas-ponencia: ante el incauto profesor, que ha dicho amablemente que planteemos las dudas que nos sugiere el texto, el futuro Premio Nobel diserta una larga perorata sobre todas sus opiniones, críticas y comentarios del texto, con convenientes puntualizaciones que remedien el escaso nivel intelectual del mismo. Discurso que, por supuesto, no interesa a nadie, y, para más inri, acaba con un servidor preguntando, reconozco que con toda la mala intención  de dejarlo en evidencia, que en mi humilde opinión tal aserto no tiene nada que ver con lo que se trata y que, además, se está equivocando, porque si sabe leer verá que el documento dice exactamente lo contrario de lo que critica. No, no es broma, pasó exactamente así, con el compañero de al lado dándome codazos para demostrar la hilaridad que le provocaba la situación.

Otro tipo de personaje divertido de comentar e imposible de aguantar es el que yo llamo "el apuntador". Los apuntadores son aquellas buenas gentes que, en su espíritu de hacerse notar en todo momento y demostrar que han leído muchísimo más que cualquiera en todo el orbe, van apostillando al profesor cada vez que este nombra algo que conocen. Por ejemplo, el profesor dice: "Pepito Pérez publicó en tal revista", y se oye por lo bajo, pero en un eco perfectamente audible (porque la gracia es que el profesor sepa quién lo dice y qué sabe), algo como: "Sí, la que editaba Fulano de Tal". Y así, cada tres o cuatro apuntes del profesor, el muchacho complementa nuestro conocimiento y, de paso, nos aburre hasta el infinito. Prodigio de memoria, hace sus comentarios mirando al profesor y asintiendo conforme va hablando, dando su aprobación a lo que el docente, creo que muy sufrido, intenta explicar.

He de decir en su defensa que quizá los estoy prejuzgando, porque apenas los conozco: mediocre y un tanto irritante, porque últimamente voy cortando estas cosas todo lo que puedo para no volverme loco, aún no se han dignado a tomar un café tras las clases, a pesar de mis continuas invitaciones. Las chicas son mucho más majas, dónde va a parar: preguntan y comentan sin problemas, cosa que no critico; hacen comentarios inteligentes y charlan un ratito antes y después de clase sin nombrar a Proust. Creo que, por ahora, es lo máximo a lo que puedo aspirar.

viernes, 1 de febrero de 2013

Soy amante de los autobuses: estancia y regreso

En primer lugar, pido disculpas por tan largo tiempo sin escribir, pero he estado ocupado intentando aprobar una materia fundamental: Tramitología en México. Ya comentaré en otro momento cómo me ha ido, mas ahora quiero explicar cómo fueron mis vacaciones en Hermosillo y el regreso a mi nueva casa.

Pasar unas vacaciones en Hermosillo es como pasarlas en un pueblo en el campo: no sabes muy bien a qué vas, pero tienes claro que vas a comer como un cerdo. Y es que en Hermosillo, capital de Sonora, el turismo consiste en visitar sus hermosos paisajes y sus puestas de sol, pero poca cosa más. Al menos, con los oriundos de la zona, porque el plan habitual consiste en reunirse a comer carne asada, juntarse para preparar carne asada, ir a comprar para preparar carne asada y, si sobra tiempo tras semejantes atracones, planear futuras carnes asadas. Delicioso, aunque poco variado. A decir verdad, a veces se realizan otras actividades, tales como ir a comer burros percherones, taco-fish, carne con chile o cagüamanta (y que me disculpen si no se escribe así, pero así me suena al oído). Toda una ruta gastronómica, que se riega de litros y litros de una cerveza que yo llamo agua con gas, porque está tan floja como el pis que te produce cada media horita.

Menos mal que Alex es una persona leída y escribida, por lo que decidimos llevar a cabo una actividad no gastronómica: visitar el MUSAS, el Museo de Arte de Sonora. Un edificio moderno, impresionante, con un diseño atractivo, exposiciones interesantes... y vacío. Ni un alma. Ni moscas, por no haber. Estuvimos solos el 90% del tiempo. Y no tiene ausencia de público por ser caro: es gratis. Totalmente gratuito. No es que me guste criticar, pero no creo que estos datos dejen en buen lugar el índice de interés cultural de los hermosillenses. Esto teniendo en cuenta que, aparte de lo que puedas encontrar en grandes centros comerciales (estos sí, atestados de gente), solo hay una librería en la ciudad. Justo es decir que la Universidad de Sonora tiene algunas librerías especializadas, pero considérese que Hermosillo tiene más de 800.000 habitantes...

Una cabaña parecida a la que alquilamos en Heber-Overgaard.
Eso sí, la juventud de Hermosillo es divertida, entretenida y osada. Es por eso que nuestro grupito de siete personas decidió pasar Año Nuevo en Arizona, en un pueblecito en la montaña nevada. Para llegar,alquilamos un coche, lo cual fue otra gran aventura llena de generosidad y altruísmo en la que no voy a entrar. Se podría escribir una novela del viaje. En primer lugar, nos pararon en Nogales, en la frontera con USA, para revisar los visados de mis amigos mexicanos. Mas, al ser yo europeo, no requiero visado, sino enseñar el pasaporte y haber rellenado unos datos por internet. El problema es que los policías fronterizos no están acostumbrados a que entren europeos por tierra, y baste decir que uno de ellos, que nos paró un tiempo después, exclamó al recibir mi pasaporte una sonora expresión que aún retumba en mi cabeza: What the fuck!? El caso es que en aduanas nos pasaron a una especie de cárcel (eso sí, con muchos please y amables cartelitos explicativos) para comprobar nuestros datos y revisar nuestro coche.

La cosa hizo que nuestro viaje se alargara bastante y, horas después, llegó el momento épico: dos de la madrugada, todos medio dormidos, y yo conduciendo un coche alquilado en mitad de una tormenta de nieve que no dejaba ver más allá de dos pasos. Me ofrecí a hacerlo porque, aunque no tenía un permiso de conducción válido en USA, era el único que había vivido en una montaña y que había visto nieve habitualmente. Yo no decía nada mientras todos dormían, pero nos imaginaba hechos papilla en el fondo del próximo barranco, que era imposible ver con la nieve. El coche patinaba, literalmente, sobre la nieve congelada. Me sobró peligro como para no practicar deportes de riesgo nunca más.

En fin, que nuestra estancia posterior fue estupenda, ya se supone, era todo precioso. La vuelta a Hermosillo no tuvo mayor problema, más que la prisa por que Alex no perdiera un avión, historia esquizofrénica que ya contaré en otra ocasión. Lo que cierra este ciclo es mi regreso al DF, que hice en autobús para ahorrar, y que duró, más o menos, 31 horas. Sí, así es. Muchos amigos se echan las manos a la cabeza cuando lo explico. Pero, la verdad, después de pasar dos horas conduciendo en la tormenta de nieve, encontré ese día y medio de viaje un paréntesis de relax casi merecido. Y es que, como dice el refrán, cada uno cuenta la feria como le va en ella.